Con frecuencia asistimos a los rituales cotidianos como si formaran parte de nuestro cuerpo. El verano, ese bálsamo para el alma, se percibe aún en los rostros de quienes ya volvieron de vacaciones, confiados de nuevo en el curso que pronto empezará para nuestros pequeños. Así, nos iremos sumergiendo en esas costumbres a las que obliga cada época del año y renovaremos la piel hasta esconderla bajo el abrigo cuando llegue el invierno.

Un año más, percibiremos el frío, ese compañero que nos hace sentirnos vulnerables, y nos mojaremos con la lluvia, tantas veces deseada, mientras los campos esperan, amarillos, el don del cielo. Y en ese ritual de principios de temporada haremos promesas para no perdernos de vista, dibujaremos planes que alcanzar y quizá pensaremos con ingenuidad que todo será como un día soñamos.

Como animales de costumbres, nos sumergiremos entre edredones y mantas y sacaremos a pasear nuestros cuerpos para aprovechar la luz que ahora deslumbra. Y nos creeremos felices con una mañana luminosa de invierno por poco generosa que sea. Sabremos entonces que el verano ya queda lejos en las aceras de cada día. Empezará a crecer el deseo de las tardes largas, de las risas entre amigos, de los paraísos que nos esperan. También sonarán el griterío en los parques, el rumor de los bares y las cenas tendrán mejor sabor en compañía. Y, entonces nos reconoceremos humanos, tanto, que volveremos a seguir, inútiles, la pista de una ola, a buscarnos en otro tiempo, ese que ya se acaba, ese que anunciará pronto el otoño.