No siempre es bueno ser el foco de la noticia, y menos cuando eres cuestionado por los tuyos. Hace poco más de dos años era el PSOE el que se desgarraba entre susanistas y sanchistas; poco después era Podemos quien lo hacía entre pablistas y errejonistas; vino luego el turno de la derecha: en el PP, donde Casado se impuso en unas primarias donde venció sin convencer, y ahora, por fin, le toca el turno a Ciudadanos.

Curiosamente, si las crisis en los otros partidos se produjeron en momentos de malos resultados, en Ciudadanos parece una crisis de crecimiento. En su momento con más diputados y después de que, gracias a cambalaches, haya recibido más de una alcaldía donde no eran ni de lejos los más votados. Pero cualquiera sabe que, pasado un cierto punto, es mejor no seguir soplando en el globo, no vaya a estallarte en las narices. A algunos se les sube el éxito a la cabeza y no ven ese peligro, y les cuesta bajar a la dura realidad que pocas veces coincide con nuestros sueños. Hoy muchos están estupefactos ante la alucinación en la que parece vivir Albert Rivera. Siendo el tercer partido considera que debe liderar la oposición y en Cataluña, la cuna donde nació, se van desinflando a velocidad de vértigo.

Allí Valls les ha salido rana, aunque mejor sería decir que les ha salido honrado. Cualquiera sabe que la política es el arte del mal menor, aunque hay otros que prefieren el cuanto peor, mejor. Ciudadanos ganó las elecciones catalanas hace año y medio, gracias al carisma de Arrimadas y, sobre todo, gracias al voto prestado, tanto del PP, como del PSC, que ha vuelto donde estaba. El cambio de cinturón rojo a naranja duró solo una temporada y Rivera va camino de perder el norte, el suyo, Cataluña, acercándose en eso también a Abascal, un vasco al que no vota nadie en Euskadi.

Francesc de Carreras, uno de los fundadores de Ciutadans, comparó a Rivera con un adolescente caprichoso, y no le falta razón. Como un muchacho enfurruñado, Rivera sigue anclado en la breve época en que podía haber conquistado España, en un momento en la que esta andaba un poco despistada. Ese momento ya pasó, como pasa siempre para los partidos «liberales». Muy poca gente se reconoce en ese adjetivo: la mayoría es o de izquierdas o derechas, tendemos a ser binarios, y si se vota a otra cosa es como elección pasajera.

Con todo, normalmente, a ese tipo de partido le ha ido mucho peor cuando ha servido de muleta a la derecha. Que se lo pregunten al británico Nick Clegg, al que votaron muchos laboristas desencantados, pensando que sería un apoyo crítico de Gordon Brown, y que prefirió unirse al conservador Cameron. Los liberales ingleses desaparecieron del mapa en las siguientes elecciones, y eso es lo que espera a Ciudadanos en Castilla y León o Murcia, donde han preferido perpetuar lo de siempre, un PP no muy limpio que digamos.

Rivera, que empezó robándole votantes al PSOE, olió sangre en el PP, y pretende sucederlo en el liderazgo de la derecha. Algo tan ingenuo como la pretensión que tuvo Iglesias respecto al PSOE. Desanima ver cómo los que vinieron a renovar la política no saben hacer un gesto tan noble como sensato: renunciar cuando no se puede, y esperar mejor suerte en otra ocasión.

Rivera, enfurruñado en su caserón de La Finca (a él, al contrario que a Iglesias, nadie se lo reprocha), quizás canturree la canción ‘Aprendiz’ de Malú, ya que según sus más cercanos, su «no es no» lo aprendió de Sánchez. Pero quizás debería de aprender de otros maestros: Emmanuel Macron nunca hubiera puesto un cordón sanitario a los socialistas (fue ministro del socialista Hollande, utilizándolo astutamente para sus fines); a quien se lo pone es a la extrema derecha, cuyo contacto es letal para el futuro de Ciudadanos.