TVtiriato fue el mítico líder ibérico que defendió la soberanía de la antigua Lusitania ante la conquista del Imperio Romano. Aunque hay diversas versiones sobre su vida, que nos fue llegando mediante tradición oral, probablemente nació en Guijo de Santa Bárbara (Cáceres) y sus cenizas fueron enterradas o esparcidas en Azuaga (Badajoz). Uno de los episodios más célebres es el de su muerte: los romanos, incómodos con su capacidad de lucha y liderazgo, decidieron sobornar a varios guerreros de confianza de Viriato para que le asesinasen, y así lo hicieron, pero cuando acudieron a territorio romano para cobrar su recompensa, el cónsul Quinto Servilio Cepión les dijo que "Roma no paga a traidores".

Esta narración enseña, sobre todo, que las traiciones se producen casi siempre a cambio de una ganancia personal, prometida o esperada. Lo que enlaza con una de las cuestiones básicas, la de la ética, que subyace tras la construcción de una sociedad más sana que pueda producir una política verdaderamente útil. Porque si la política debe perseguir la consecución del bien común y las traiciones van encaminadas a satisfacer intereses particulares, ambas realidades se hacen incompatibles.

Estos días hemos escuchado que varios dirigentes del PP denunciaban la "deslealtad sin límites" de Esperanza Aguirre, al tratar de rentabilizar personalmente, dicen, el escándalo de corrupción asociado al caso Gürtel; una traición en la que puede estar en juego la Presidencia del Gobierno y el liderazgo del centro-derecha en España. Unos días antes, Guillermo Fernández Vara afirmó que el PSOE debía pedir perdón "por tener de director de su gran fundación a un traidor", en referencia a Carlos Mulas, quien, al mando de la Fundación Ideas, estuvo engañando durante años sobre la supuesta identidad de una colaboradora; en esta ocasión lo que estaba en juego eran unos cuantos miles de euros.

Como el lector se podrá imaginar, esto no solo ocurre en los casos que se desvelan públicamente ni solo en las alturas de la política, sino en todos los ámbitos, desde las agrupaciones locales de los partidos y los ayuntamientos hasta la más lejana política internacional. La mayor parte de las veces no salen a la luz por los diversos juegos de intereses a los que conviene que no emerjan, aunque en otras ocasiones es la simple falta de pruebas fehacientes, o la prudencia, lo que impide denunciarlas.

La política hoy, sí, debemos asumirlo, está repleta de traidores. Eso no significa que la política consista en eso, ni mucho menos; tampoco que todos los que trabajan en ella lo sean, en absoluto. Pero sí significa que la podredumbre moral se ha ido adueñando progresivamente de un sistema que ya casi nadie duda que está atravesando una de las más profundas crisis conocidas. El problema de la deslealtad es que genera una insalvable desconfianza. No es posible confiar en quien traiciona una vez porque puede hacerlo dos veces. Y la confianza, ya lo sabemos, es el suelo por el que pisa la política. Cuando andamos lo hacemos tranquilos porque confiamos en que las baldosas no se abrirán bajo nuestros pies: es imposible dar un paso en política si creemos estar rodeados de traidores.

Líderes que prometen para llegar al poder y luego incumplen, que no apoyan lealmente a su gente; gobernantes que obvian de arriba a abajo el programa electoral con el que fueron elegidos; estrategas y tacticistas que ponen en bandeja la cabeza de un compañero para lograr un futuro beneficio de quien hasta hace poco fue su rival; manipuladores de las ilusiones colectivas en beneficio personal; arribistas que se venden por un plato de lentejas y enfermos de ambición que apenas ven más allá de euros y cuotas de poder. Todos ellos deben ser expulsados radicalmente de la política.

Y es que, claro que sí: las personas importan en política. Y mucho. Seguramente no podremos conseguir que la deslealtad siga siendo un rasgo de la condición humana, pero desde luego debemos comprometernos a que quienes se conducen de esa manera no puedan tener cabida en la vida pública.