El horror nos mira desde los ojos de un padre que sostiene a su hijo muerto en los brazos. Mortaja roja para el inocente. Mal en estado puro sobre un paisaje hecho trizas de caña de azúcar y esclavos. La tierra tembló trece veces y se tragó al pobre, al desvalido, al hombre solo eterna víctima del mal absurdo y ciego. Entre escombros de lo que ayer era miseria levantada en el país más pobre del continente o del planeta, donde pasean los fantasmas de los asesinados a machetazos, flagelados, hacinados, sometidos, hambrientos, despreciados y odiados, resonarán mudos los gritos de quienes creían que había llegado el fin del mundo. Y quizá hubiera sido preferible. Gritos eternos del silencio. Del hombre que mira al cielo sin entender. El dios de los ejércitos, el trueno, el rayo, el mar enfurecido y el volcán, ese dios inmune a la misericordia, insensible a la tristeza ha vuelto a rugir en su lamento asesino para recordar a muchos que quizá no existe y es solo el nombre que el hombre da a la ira sorda de una tierra cuya alma tiembla de vez en cuando para certificar que no pertenece al viento, sino que es propiedad de la fatalidad y la sinrazón. Una oleada de solidaridad quizá culpable quizá bienintencionada recorre el mundo en un escalofrío incrédulo. Horror sobre horror, el vecino cierra fronteras mientras prepara las ayudas procedentes de hombres que aman al hombre en la lejanía compungidos por la destrucción televisada, pero que mantienen las distancias. Clamamos exigiendo a los poderosos dinero y fraternidad frente a los cuerpos sepultados. De los aeropuertos fluyen héroes y medios que aterrizarán en un infierno ni por Dante imaginado. La aniquilación es tan terrible que Haití no la superará. Mientras, en otras partes del planeta, los ricos impiden empadronarse a los mismos pobres de siempre y otros, como el poeta, gritan a ese Dios imposible: "Por qué mil millones de cadáveres se pudren lentamente en el mundo? Dime, ¿qué huerto quieres abonar con nuestra podredumbre?"