Me entristece profundamente el fallecimiento de Alfredo Pérez Rubalcaba. Lo siento en el alma. Rubalcaba es, a mis ojos, (no quiero, me cuesta, todavía, hablar en pasado) un político ejemplar. Y un hombre, al decir de Antonio Machado, «en el mejor sentido de la palabra, bueno». No le traté personalmente, más allá de un saludo de cortesía y un breve intercambio de pareceres a la salida de un teatro, pero siempre le sentí cercano, muy cercano.

Ha sido, a mi juicio, el paradigma de lo que debe ser un político entregado al bien común: humanista, dialogante, honesto. Recuerdo sus apariciones públicas, como portavoz del Gobierno o en la tribuna del Congreso de los Diputados, y me sigue impresionando su lenguaje afable y respetuoso, su afán por convencer y no solo vencer porque sí y a la primera. Paciencia y perseverancia podrían ser su lema. Educación y buenas maneras, su sello personal. Altura de miras, su constante. Tan diferente, obvio es decirlo, al proceder de muchos de los políticos de la última generación. Y lamentando la circunstancia que le ha convertido en protagonista, pienso que si el destino, en una de sus extrañas y casi siempre injustificables jugarretas, ha querido poner el foco en Rubalcaba en este preciso momento, no ha sido en vano.

Con el mal sabor aún de una campaña tan bronca y chulesca como la última, la figura de Rubalcaba aparece ahora, justo al inicio de la nueva campaña, como una llamada a la dignidad. Como si el recuperado profesor de química asomara la cabeza entre alambiques y redomas para mirar por encima de sus gafas de cerca y gritar con la autoridad que le confiere su trayectoria: «¡Comportaos!». Aunque estoy seguro de que, a su modo y manera, diría, pediría más bien: «Hacedme el favor de comportaros».

Esa llamada debería bastar para emplearnos mejor en el arte de la política y para desear, ahora con más motivo que nunca, larga vida al ejemplo de Alfredo Pérez Rubalcaba.

*Actor