Algunas cosas no han cambiado tanto con el estado de alarma. Al fin y al cabo, la mayoría de la gente vive más pendiente de su móvil que de las personas que tiene al lado. Hace meses un estudio concluía que más del 80 % de los jóvenes extremeños conoce a sus parejas por internet. Mis estudiantes no están pendientes de si sus compañeros de clase son guapos o feos, simpáticos o estúpidos. Ni los miran, absortas en las pantallas de sus smartphones, donde puede llegarles algún whatsapp de ese chico enigmático que comparte sus gustos y que vive en Bilbao, Londres o Singapur.

Por otra parte, de mis estudiantes, raro es el nacido y criado en Cáceres. Alguno hay de Badajoz y Mérida, pero la mayoría son de pueblo. Los de Cáceres, si los papis lo permiten, se van a Madrid o Salamanca. Aunque podrían tomarse medidas para poner un dique a esa tendencia (carreras más atractivas ydiferenciadas respecto a otras universidades; pero es difícil, pues a menos alumnos, menos recursos), quejarse de ello es dar voces en el desierto. En todo el mundo, las ciudades atraen a los jóvenes, como el imán a los metales y la miel a las moscas. Y hasta se entiende: cuando uno va en Cáceres a algún restaurante o bar de copas y ve la clientela, escucha la música, y comprueba los precios, ve que todo se conjura para ahuyentar a los jóvenes.

Por otra parte, cualquiera estará de acuerdo en que no hay nada como los pueblos para criar a los niños. En casa de mis padres hay una foto en la que yo, con cuatro o cinco años, miro encantado a un corderito. Era en Castuera, pueblo de mis abuelos. Ya Villanueva era menos pueblo que aquello, pero con todo, cuanto mejor que criarse en una ciudad más grande. Dan pena esos niños que pasan sus vidas llevados y traídos en coche, de una actividad a otra. Me contaba un amigo, cacereño pero con abuelos de Aldea del Cano, como de niño lo dejaban libre por el campo, y se iba caminando, solo, casi hasta la Sierra de San Pedro, hoy algo impensable. Los niños son felices en el campo, con libertad para correr y con la sorpresa de los animales. Los parques y zoológicos de las ciudades son tristes sustitutos para una necesidad originaria.

¿Y los mayores? Muchos se criaron en el campo o en pueblos pequeños, emigraron a la ciudad y, tras la jubilación, no les queda otra que quedarse allí. Un amigo madrileño, hijo de andaluz y gallega, me contaba lo estresante que, ya jubilados, se le hacía la vida a sus padres, que acabaron por mudarse a un pueblo de Segovia. Y, cuando algunos se lamentan de que en muchos pueblos extremeños solo haya ancianos, tendrían que considerar que al menos ellos tienen una buena vida, siempre que no les cierren los centros de salud, como hizo Monago cuando llegó al poder (y así le fue).

La vida es una rueda: venimos de la tierra, y a la tierra volvemos. La juventud necesita la ciudad, donde conocer gente y experiencias diferentes. Necesita cambios, y a un cacereño, la Universidad de Extremadura le ofrecerá poco, aunque en cambio sí se lo puede ofrecer a un gallego, a un chino o a un Erasmus. Conozco a francesas, polacas o alemanes que recuerdan su Erasmus en Cáceres, la misma ciudad que muchos nativos desprecian, como un año inolvidable, y casi les sale una lagrimilla si recuerdan la Madrila o la Plaza Mayor.

Organizar la sociedad de modo que niños y mayores pudieran mantener con vida los pueblos, con facilidades para los padres de trabajar desde allí, y cuidados médicos disponibles, de modo que la ciudad quedara para los jóvenes y solteros, los trabajadores más dinámicos y adaptables, podría ser el reto de nuestro tiempo, un reto para una política más ocupada de hacer la vida más agradable (o, cuando menos, soportable), que de enzarzarse en disputas partidistas y nacionalistas.

*Escritor.