Lamento que metan a la gente en la cárcel, pero no puedo decir que no me alegre de la sentencia que condena a los responsables de torturar durante años a los vecinos del barrio de La Madrila en Cáceres. Lamento que haya tenido que ser por la vía judicial, tras infinitas súplicas, manifestaciones y denuncias (y mientras seguían, implacables, las noches en blanco, el zumbido de los altavoces, los berridos a cualquier hora en la calle...), pero no puedo no alegrarme de que, al fin, empiece a reconocerse que atronar a los demás es un acto intolerable y punible de violencia.

Digo esto por que todavía hay quienes no entienden que esto de hacer ruido pueda ser una forma de agresión. Durante toda mi vida he interpelado educadamente a aquellos que -en la vivienda, el vecindario, el vagón, el cine, la biblioteca, el museo, la taberna o la calzada pública- me forzaban a compartir la banda sonora de su vida, trabajo, opiniones, aficiones o gustos mediáticos, y la respuesta era casi siempre la misma: se me quedaban mirando, perplejos, como si tuvieran en frente a un extraterrestre sorprendido por la naturaleza líquida del agua o la neblinosa forma de las nubes. «Pobrecillo -no me lo decían pero se les leía en la cara-, ¿qué le pasará que es incapaz de disfrutar del alegre bullicio de la existencia?».

Porque en este país -uno de los más ruidosos del mundo-, y por increíble que parezca, todavía hay quienes piensan que el nivel anormal de ruido que soportamos no solo es tolerable, sino que es una expresión natural de nuestra alegre manera de vivir, cuando lo que realmente refleja es, simple y llanamente, una falta asombrosa de todo tipo de educación.

Nada de «idiosincrasia latina». Lo que pasa es que muchos de mis compatriotas no soportan el silencio -les entristece, les aburre- y, como los niños, carecen de toda capacidad para entretenerse o divertirse que no implique ruido, lucecitas u otros estímulos primarios, además de para concebir -también como los niños- que existan otras personas alrededor tan importantes y dignas de respeto como Ellos. Se trata, pues, de simple analfabetismo (estructural o funcional), de falta de vida interior, y de ese espíritu superficial, narcisista e irreflexivo que caracteriza a las personas inmaduras. Algo que se muestra en la espontaneidad infantil con que muchos adultos obligan a todos a escuchar lo primero que se les pasa por la cabeza, o en la necesidad de exhibición sonora del español tipo -sea en las megalomelomaniacas ferias de pueblo (en las que si no atronas con miles de vatios a tus ciento cincuenta vecinos y todos los pueblos de la comarca no eres nadie), en las visitas al extranjero (en donde los grupos de españoles se oyen dos kilómetros antes de verse, mostrando a todos, quieran o no, y a voz en grito, su incomparable arte, alegría y poderío), o en otras mil circunstancias parecidas-.

¡Esto es lo que hay! -te dicen-. Hasta que descubres que no, que es mentira, que hay otros lugares (muchos) en los que se habla por la calle con normalidad, en donde la gente no conduce (y se saluda) tocando el claxon, ni nos cuenta -sin pudor alguno- su vida mientras habla a gritos por un móvil en el bus; lugares en los que es posible estar en casa sin oír la vida o los programas de TV del vecino; ciudades -¡lo sé, las he visto!- en que las personas levantan a pulso las maletas cuando los ruedines hacen el más leve ruido al tocar el suelo; países -¡sí, sí!- en los que puedes dormir de un tirón junto a la ventana completamente seguro de que no te va a despertar al borde del infarto el tubo de escape o el amplificador del utilitario de algún desgraciado con necesidad de hacerse oír.

Tal vez en la era de las cavernas hablar o actuar a gritos y con estrépito fuese una expresión de energía y alegre autoafirmación --«¡Aquí estoy yo, casi na!»-, pero hoy es ya solo el signo de estulticia más primario, evidente y audible, de cualquier «petardo» incapaz de la más mínima muestra de respeto hacia su prójimo. No es algo, en fin, de lo que no se pueda salir. Basta con educación y un poco más de algo en la cabeza. Pero también nos venía muy bien alguna que otra sentencia como esta.