Cantautor

El ruido es una mala hierba que trepa hasta nuestros hogares, se instala en ellos, crece y altera nuestra vida cotidiana, nuestra conciencia del tiempo, nuestro sistema nervioso.

El ruido es una contaminación contra la que rara vez nos rebelamos. Bocinas de coches en las calles, hormigoneras, música a todo volumen, gritos en los bares, aviones que cruzan nuestros cielos. Ahí estamos inmersos como si pensáramos que el ruido es alegría, como si nos fuera imprescindible respirarlo para sentirnos menos solos o más vivos.

Creo que también existe un ruido que no percibimos de forma tan consciente y que también nos envenena. Ruidos en los periódicos, en los telediarios, ruidos en la forma de relacionarnos, en el cínico desamor de gran parte de nuestras manifestaciones artísticas.

¿Pero quién busca ahora el silencio, la música callada? ¿Quién busca ahora la mente sosegada? ¿Quién busca la paz de la conciencia? ¿Quién su armonía? Nos parece algo ajeno y tan lejano. Como tareas propias de monjes, de santos de otros tiempos, de otros credos.

Todos hemos sentido alguna vez, aunque sea por un instante, el silencio de un claustro, de una ermita perdida, de la cumbre de una montaña, de una abadía, de una plaza escondida, de un acantilado, del remanso de un río.

Pero nos dura poco esa experiencia. A veces nos incomoda y estamos deseando en secreto volver al ruido de nuestros trabajos, de nuestras ciudades, de nuestras obsesiones, de nuestras rutinas.

Como si nos hubiéramos adaptado al ruido, como si lo hubiéramos convertido en imprescindible compañía.