TStucede a menudo en estos bloques de apartamentos de vacaciones. Estamos en la terraza frente al mar. Leemos un libro con la angustia de qué va a ser lo que vamos a leer mejor cuando lleguemos a la última página. Suena en el interior una música armoniosa. Todo es paz y armonía, y mañana el despertador no sonará.

De pronto, se oye por el patio de luces una discusión violenta. Alguien habla a gritos y a los gritos le siguen los portazos. Pero no es una discusión que se pueda encerrar en una habitación. Los gritos siguen, vamos a la terraza para no oírlos, pero el horizonte del mar se quiebra y unas nubes negras amenazan el paisaje. Intrusos en ese edificio, no tenemos ni idea de cuál es el piso de la catástrofe sentimental. Pero al día siguiente, cuando la paz ha vuelto, observamos el rostro de los vecinos. ¿Será esa mujer que lleva al perrito para que olisquee troncos y farolas? ¿Acaso el guionista de la bronca será ese hombre con cara de impaciencia? ¿Tal vez la artista del insulto sea esa chica joven de paso tan largo como su lengua? Y entonces, cuando ya tenemos al sospechoso, aquello que humanamente nos pide el cuerpo es contarlo, señalar al culpable con el dedo y edificar sobre los exabruptos una realidad plausible. Así nacen y crecen los rumores.

El rumor era en la antigüedad la herramienta de los iletrados. Por rumores, miles de mujeres fueron acusadas y torturadas por brujería o adulterio. El rumor llegaba a los tribunales y allí se convertía en legajos de certidumbre. Creíamos que los medios de comunicación, con su rigor y sus fuentes contrastadas, acabarían con la funesta manía del rumor. Pero no ha sido así. A medida que nos hemos dotado de medios anónimos y universales, el rumor se ha elevado al rango de noticia. Hasta ahora, para que un rumor se consolidara tenía que ser plausible. Ahora, ni eso: un rumor repetido muchas veces por una pantalla se convierte en una verdad. Así caen los adversarios y así enaltecemos a los bribones.