Últimamente ando algo inquieto ante las relaciones de pareja que se desmoronan con la llegada del frío. ¿Pero no decían que el verano era la época del año más propicia para las rupturas por aquello del descanso y el mayor tiempo juntos?

Sin entrar en consideraciones personales que solo atañen a los interesados, sí que me parece sintomático de estos tiempos que el amor ya no parezca ser un objeto de culto como antaño. Quizá han cambiado los ritmos, nos pueden las prisas, el cansancio o no sé qué excusa más que exponerles... Algo pasa, sí que creo, cuando matrimonios de unos cuantos años, parejas por encima de los cincuenta o mujer y hombre cada uno en su casa y viéndose en fin de semana mandan al garete una relación. Seguro que tienen la respuesta.

Yo no, aunque no me atreva a presumir de nada pasada la frontera de los cuarenta y cinco. En una de las últimas conversaciones acerca de este asunto, me atreví a decirle a mi interlocutor que no existe la perfección. Ni las relaciones perfectas, me parece, dicho con la humildad que quien comete errores en su casa. Y pretender que la convivencia, poca o mucha, no suponga algún conflicto que otro se me antoja misión imposible. Y quien esté libre de una bronca doméstica que levante la mano. A veces pasa que, claro, hay obstáculos insalvables, problemas sin solución de continuidad, crisis irresolubles, pero lo que me parece por encima de todo esto es que el hartazgo puede con cualquiera. Y, lamentablemente, como me decía un amigo que acaba de entrar en una crisis, seguramente las cosas ya estaban mal hacía tiempo hasta que por fin han explotado.

No soy quién para dar consejos porque cada día entiendo menos de esto. Lo único que se me ocurre decirles es que aspiren a la imperfección con sus parejas, a lo mejor esa es la mejor opción para seguir.