La adjudicación a Rusia del Mundial de Fútbol del 2018 entraña decepción --también en Extremadura, porque Badajoz aspiraba a ser sede--, pero pocas sorpresas. Ni la tradición futbolística ibérica, ni la solera de los grandes clubs de España y Portugal ni la solvencia probada de ambos países para organizar grandes acontecimientos deportivos han importado demasiado. En la balanza de la FIFA han pesado más los efectos de la crisis y, al mismo tiempo, la perspectiva de negocio --¿fácil, quizá?-- que ofrece Rusia.

Las razones que llevarán a Qatar el Mundial del 2022 son parecidas. No merece la pena perder ni un segundo en subrayar la nula tradición futbolística del país elegido por los jerarcas de la FIFA, extensible a su entorno, donde son tan abundantes las torres de extracción de petróleo como escasos los terrenos de juego. Pero Qatar acoge un sector financiero y energético de nuevo cuño en el que caben la cadena de noticias Al Jazira, las carreras de coches, el turismo para millonarios en medio de la nada y, ahora, el fútbol de élite. Negocios todos ellos bastante a salvo de la crisis mientras no se demuestre lo contrario. Para España, que movilizó a las estrellas de su Liga y a las que obtuvieron en julio la Copa del Mundo en Suráfrica, la victoria rusa debe mover a la reflexión. Porque, más allá de la situación del momento, ha de corregir el enfoque de los dosieres de candidatura con los que compite. Después de que Río le ganase las Olimpiadas a Madrid y de que Rusia se haya hecho con el Mundial de fútbol, la revisión se impone.