Hace pocos días, encaramado en un cable eléctrico, volví a visionar a un jilguero frente a la ventana de mi casa. Mientras disfrutaba del espectáculo, comencé a reflexionar sobre cómo a medida que pasa el tiempo, las nuevas generaciones de jóvenes están perdiendo parte del conocimiento popular, la sabiduría que por tradición oral y visual, como es el caso, adquirimos la gente de mi generación, que normalmente cuando no estábamos en clase o haciendo los deberes solíamos ir al campo, a coger grillos (reales y cebolleros), en busca de nidos de todo tipo y también a recoger las diferentes frutas que iban madurando escalonadamente según las épocas. Sabíamos qué cerezos eran los más tempranos del entorno, donde coger hojas de moral para nuestros gusanos de seda, a dónde coger los mejores espárragos de zarcillo, dónde visionar lavanderitas, gorriones, gorriones campesinos, pardillos, vecenjos, mirlas, tordos, palomas torcaces, tórtolas, cigüeñas blancas... Todo un repertorio de conocimientos de etología, adquiridos por transmisión oral o por el mero contacto con la naturaleza. Nos convertíamos sin quererlo en expertos de la observación de aves y de la ornitología, en guías de la naturaleza para los colegas que volvían al pueblo desde la ciudad en vacaciones y desconocían tales o cuales conocimientos, generando un interesante acervo de sapiencia popular, de filosofía naturalista y pueblerina, que nos hizo crecer con algunas ventajas con respecto a otros entornos.

Desafortunadamente este tipo de conocimientos se están perdiendo en la práctica totalidad de nuestros pueblos, posiblemente influenciados por las costumbres y usos de la ciudad, o acaso por la mala gestión de la cultura y saber popular. También por la dejadez o quizás la ignorancia de las entidades públicas, administraciones responsables y por la escasa atención de la escuela. Todo un cúmulo de circunstancias que parecen haber herido de gravedad al modelo al que evoco, pero aún con cierto margen para la pervivencia.