Miles de kilómetros alejado de una vida que dejé atrás hace 11 años para adentrarme en un mundo completamente nuevo. Nada comparado con las típicas mudanzas, porque esa vez solo fui capaz de apiñar en un par de maletas ilusorias los recuerdos. Los buenos, eso sí. Pero no hubo manera de apelotonar a los seres queridos y amigos. Porque ahí sí hubiera sido capaz de pagar cualquier recargo adicional por sobrepeso de equipaje. Rumbo a la Península. Con destino a explorar. A explorarme y a ver de qué sería capaz sin haber tenido siquiera la oportunidad de elegir. Aunque, francamente, tampoco había muchas opciones para escoger. Me dispuse a saltar al vacío con la incertidumbre de si habría o no un colchón esperándome ahí abajo, amortiguando la caída. En un abrir y cerrar de ojos conseguí darme cuenta de que había superado las barreras que más me atemorizaban: hacer nuevos amigos, aprender dos idiomas a la vez mientras mantenía en práctica el propio y, sobre todo, convertir el nuevo hogar en mi --otra vez-- verdadero hogar. Lo más curioso es que en ningún momento tuve la sensación de echar de menos lo suficiente nada de lo que acababa de abandonar porque estaba demasiado preocupado en acomodarme a lo que recientemente estrenaba. Y es que el miedo al cambio no es más que un óbice irreal. Porque no hay desafíos improbables, solo personas imperturbables ante lo probable.