TPtarece definitivamente descartado que estemos haciendo un favor a los niños animándoles a introducirse en el mundo del deporte: hiede. Pero no hiede por el suceso más reciente, el de la detención de una banda que presuntamente se dedicaba al dopaje vampírico de los ciclistas, que a fin de cuentas dicha desarticulación de la trama aporta alivio y optimismo por cuanto revela eficacia en los persecutores del delito, sino que hiede porque emana de un cuerpo en constante putrefacción, el del deporte entregado absolutamente al dinero y olvidado, absolutamente también, de su función natural de hacernos más sanos y mejores.

El chiringuito montado presuntamente por médicos y directores deportivos del mundillo ciclista, ese estraperlo de sangre fácil, oxigenada, rebosante de glóbulos rojos, para ganar las carreras y dejar tirados en las cuestas y en las contra-reloj a los deportistas decentes, no es, por lo demás, sino un nuevo episodio de los muchos, y de los muy sucios, que jalonan la actualidad de la industria deportiva, donde para obtener suculentos ingresos los actores han de ser peleles, máquinas, tramposos, y los espectadores tontos de caerse. A éstos, un público mayoritariamente infantil, se les dice, para animarles a consumir, que lo importante no es ganar, sino participar, pero sólo se les muestra los laureles de los que ganan, de los que dejan clavados y anónimos al resto, de los que triunfan y son amados y reconocidos no importa los medios que para ello empleen. Acaso deberíamos meditar mejor sobre la clase de mundo al que invitamos a entrar, inermes y engañados, a nuestros hijos.

*Periodista