Al comienzo de la pandemia vi en una red social el vídeo de un joven entusiasta de Abascal donde afirmaba que no haría lo que dijera el Gobierno, sino lo que dijera «Santi». Me sorprendió su disposición a obedecer cualquier orden de «Santi» y que hablaba de él como si fuera familia.

Quien haya visto los 86 episodios de «Los Soprano» habrá entendido cómo opera la «familia» en las sociedades occidentales contemporáneas. Se habrá sorprendido sintiendo empatía por personajes despreciables, criminales sin escrúpulos que, sin embargo, tienen ese lado humano del mal que puede concernirnos. Cualquiera que haya visto la serie habrá comprendido que esa «familia» va mucho más allá de los lazos de sangre, y que uno puede llegar a «familiarizarse» con ideas y personas que detesta. Algo sociológica y políticamente relevante.

Santiago Abascal dijo en su primera intervención del miércoles pasado muchas cosas que hay que atender para comprender la raíz de su voto creciente. Una de ellas fue: «La familia, junto con la patria, es una de las dos únicas realidades que preceden al Estado». Histórica y antropológicamente indiscutible. Lo importante es qué conceptos de patria y familia queremos.

Una sensación que han tenido muchos espectadores al ver «Los Soprano» es que se sentirían protegidos por alguien como Tony Soprano. Alguien que, expeditivamente, pone a «los suyos» por encima de todo, que te defiende (literalmente) a muerte, capaz de cualquier cosa para protegerte. Alguien que, con todos los defectos posibles, al final siempre da la cara por ti. Esa pulsión, que tiene mucho de perversa y tóxica, está anclada en la necesidad humana de protección y es un elemento crucial en política.

De hecho, estamos hablando de la clásica —y patriarcal idea— del «buen padre de familia» que, a día de hoy, sigue trufando las páginas del Código Civil. Hasta ese punto está interiorizada, no solo en nuestra vida emocional, sino también en nuestro edificio institucional.

Es pequeña la parte de la sociedad que no necesita esa «figura paterna» protectora con la que poder levantarse y acostarse más tranquilo. Es un vestigio que requiere enorme sacrificio ético erradicar, y que en España se reforzó hasta la náusea durante cuarenta años de dictadura.

Fijémonos cómo encajan perfectamente ahí algunas ideas del mencionado discurso de Abascal: dijo que «España tiene que protegerse», que hay «enemigos declarados de la nación», que la ciudadanía quiere «representantes que de verdad les protejan y les respeten», que «nadie va a venir a salvarnos», y que «se hará justicia con los malhechores». Incluso citó una «sencilla frase que nos diría cualquier madre: guarda un poco para cuando vengan los malos momentos».

Es muy significativo también lo mucho que utilizó la palabra «mafia»: habló de mafia gubernamental, de mafia sindical, de mafia intelectual, de caciques locales, e incluso citó la película «La ley del silencio» (Elia Kazan, 1954). También dijo que «las mafias han visto en la tragedia de los españoles una oportunidad». Es un concepto que le obsesiona porque circula abundantemente en su inconsciente, igual que, por cierto, en el inconsciente colectivo.

No es casual que en «Los Soprano» los tres conceptos resulten inseparables: patriarcado, familia y mafia. Lo que propone Abascal a los españoles, consciente o inconscientemente, es tan tóxico como tentador para quien cada vez tiene menos que perder: una figura paterna que nos proteja del creciente número de males que no se solucionan. Aunque esa protección venga de la mano dura o, quizá, precisamente, porque venga de la mano dura.

Soy de los que piensan que el desprecio, la ironía, el insulto o el vacío no son la manera de tratar a Abascal. Lidera un partido político legal, tiene 3.656.979 votos tan democráticos como los demás y unas convicciones ideológicas en las que se ve representada una parte de la sociedad. Hay que escucharle, conocerle, analizarle, y ofrecer un proyecto político atractivo que haga que los españoles no necesiten un «buen padre de familia». No hay que competir en representar mejor el papel de «padre», sino proponer un proyecto de emancipación ciudadana frente a la mafia y el patriarcado. Es el único camino por el que la izquierda puede ganar a la derecha sin convertirse en ella.

*Licenciado en CC de la Información