THtace ahora siete años que un capitán apellidado Scilingo desvelaba los vuelos de la muerte en Argentina y hubo quien en aquellos días veía en este militar una cierta simpatía hacia el arrepentido que nos descubría la verdad. Aquellos días recorría Extremadura una mujer entrañable como Matilde Artés. Sacha, que es como todos la conocemos, es una abuela de Plaza de Mayo que recuperó a su nieta Carla de las garras de los torturadores y asesinos de su hija Graciela. Fue ella quien nos desveló que tras el arrepentimiento de Scilingo se escondía un asesino y poco más.

El patético espectáculo de las últimas semanas, entre simulados desmayos y cinismos repugnantes, nos trae a la memoria los capítulos inconclusos de la historia de América Latina, esa historia que permite que Videla, Viola, Pinochet o Galtieri no hayan recibido la condena ejemplarizante que evite genocidios futuros. Cuando hace un par de años los políticos argentinos naufragaban en su corralito, alguien dijo que el problema del país radicaba en que quienes estaban destinados a regir la nación con cordura estaban en el fondo del océano o en el exilio. Para que aquello no vuelva a ocurrir se hacen imprescindibles las condenas, porque la impunidad es siempre semilla de nuevos genocidios.

*Profesor y activistade los Derechos Humanos