Nunca he alcanzado a entender cómo puede haber personas que se condenen a sí mismas a no explorar siquiera la posibilidad de entender al diferente.

El dogmatismo siempre me ha parecido un vía para el suicidio de una especie como la nuestra, que ha encontrado en la convivencia y la socialización un sustrato esencial para su propia evolución y crecimiento.

Por eso, me sigue sorprendiendo que haya seres humanos que prefieran aislarse, encerrándose en una cueva donde todos piensan y sienten como ellos, en lugar de salir al exterior en busca de ese soplo de aire fresco en que se convierte la diferencia cuando se afronta como oportunidad y no como amenaza.

Porque, aunque algunos traten de pintarla así, esta capacidad y voluntad de abrirse a lo distinto no implica doblez moral, ni inseguridad. Más bien al contrario.

Quien tiene certidumbre acerca de algo no teme el cuestionamiento, ni el debate, ni la discusión con el que percibe la realidad desde otra óptica.

Al final, la negación de la posibilidad de ser mejores, al nutrirnos con razones o sentimientos que nos son ajenos, lo que denota es un miedo atroz al reconocimiento de la propia imperfección, y una soberbia fuertemente vinculada a la ignorancia.

Pero, desgraciadamente, vivimos tiempos en los que se estilan el egocentrismo, el narcisismo y los cordones sanitarios, que ya se aplican hasta en los vecindarios.

Y todo parte de una misma mentalidad obtusa, que no alcanza a entender que la convivencia y el diálogo no tienen nada que ver con la servidumbre, y que hay mucha gente que prefiere no cerrar la puerta a ninguna amistad, oportunidad laboral o, incluso, a un posible amor por el mero hecho de que el de enfrente tenga una concepción ideológica u otra sobre cualquier asunto en particular, o sobre la vida en general.

Pero el problema de ese sectarismo, que algunos alientan, no es ya ni siquiera que obstaculice la normalidad de las relaciones personales --que también-- sino que fomenta la exclusión de una parte de la sociedad.

Y eso, aunque no se recuerde con la necesaria frecuencia y firmeza, implica la negación de los principios básicos de la democracia.