TSti un hijo mío fuera secuestrado en otro país, movería a todos mis familiares y amigos para que me ayudaran a presionar sobre el ministerio de Asuntos Exteriores en particular y el Gobierno en general, con el fin de que liberaran a mi hijo, pagando el rescate que pidieran los pistoleros, y accediendo a lo que pidieran. Si mi mujer fuera secuestrada en un barco por unos piratas, obraría exactamente igual.

Sin embargo, aceptar las condiciones impuestas por estos torturadores que para concluir la tortura exigen un rescate o el asesinato de la víctima, alimenta a las organizaciones asesinas, les proporciona medios para ser más eficaces, y extiende la confianza en otras organizaciones criminales en el sentido de que secuestrar ciudadanos inocentes de países occidentales es un negocio lucrativo y poco peligroso.

En los años setenta se produjo una oleada de secuestro de aviones. Para llamar la atención por una causa política o por una injusticia se cometía la terrible injusticia de tomar como rehenes al pasaje de un avión y amenazar su seguridad. En ocasiones, al secuestro seguía el asesinato.

La mayoría de los destinos era La Habana, donde recibían acogida. Esta ruptura del Derecho Internacional llevó a que Cuba y Estados Unidos, enemigos irreconciliables, llegaran al acuerdo de que secuestrador que llegara a La Habana sería enviado a Estados Unidos. Así se hizo, y los secuestros de aviones desaparecieron como si se hubiera aplicado un extraño bálsamo de Fierabrás.

Me remito a las líneas del principio, y repito que no podemos prescindir de la compasión humanitaria, pero también es cierto que si los Estados se negaran a pagar secuestros, los secuestros desaparecerían. Claro que para ello hace falta un acuerdo internacional, como el que hubo con los aviones, y aguantar la respiración para ver a quién le tocaba poner el primer cascabel de la negación al gato torturador que secuestra.