Escritor

El profesor, que es un hombre maduro, casi crepuscular, tiene una alumna que se llama Clara. En el curso, a todos les gusta mucho hablar de temas trascendentes. Ultimamente leyeron El tío Vania, y salió a discusión un asunto terrible, que es recurrente en Chéjov: ¿qué pasa cuando aparece la apatía sentimental y se pierde el ímpetu del amor y de la seducción? Si nos abandona la capacidad de emocionarnos, si se seca el manantial de donde brota la vida, ¿qué pasa entonces?

Todos tienen algo que decir de ese drama. Clara hace gestos, y a veces los resuelve en signos enfáticos de impotencia, porque no siempre logra convertir en palabras lo que le bulle en el pensamiento. Entonces, sus ojos, y su boca entreabierta, revelan esa dulce experiencia de lo inexpresable. Clara es de un pueblo de Castilla; es muy bajita; tiene 19 años. Quizá por eso suspira mucho, como queriendo ser más alta. Sin ser especialmente guapa, resulta muy atractiva. Pero algo en ella sugiere que su belleza va a ser efímera, que es un don precario que no sobrevivirá a la juventud. Ella presiente acaso la decadencia prematura, y por eso su quehacer más urgente, de momento, es reafirmarse en la belleza. Ahora o nunca: ése parece ser su lema. Triste y maravillosa tarea ésa: la de una mujer que está en la frontera de la hermosura, continuamente en guerra con sus propios encantos.

Quizá por eso, para probar sus armas, juega de vez en cuando a seducir al profesor. Ese querer decir algo y quedarse en la elocuencia estatuaria del gesto, y dejar la boca entreabierta y los ojos entornados como en un ensueño, forman parte de los ensayos a que obliga el juego más antiguo del mundo. Desde la incertidumbre de la madurez, el profesor la ayuda en lo que puede. Al final de la clase, ella se las arregla para esperarlo, y él para acudir a la cita. El le pregunta cómo estás, sólo eso, y ella comienza a hablar apasionada y entrecortadamente, y se mueve mucho, como si las palabras no fueran bastante y tuviera que recurrir a los gestos y, luego, a una especie de danza ritual expresiva. Le toca la mano al profesor, el brazo, el pecho, le habla y le toca como si sus manos fuesen una varita mágica, y continuamente pronuncia su nombre como evocándolo en un sueño, y él acepta la representación donde ella juega a ser espontánea, a tender --como Susana a los viejos-- la antigua e infalible trampa de la inocencia, porque ella es sabia por instinto pero finge que no sabe nada de lo que está ocurriendo, y te toca, te nombra, suspira, se yergue con el suspiro para mostrarte su cara entregada soñadoramente a lo inefable y, de paso, la gracia rotunda de sus senos vivos, impetuosos, puro triunfo de la primavera, que es maliciosa a la vez que ingenua, y entre las insinuaciones del alma y las del cuerpo te va atrapando Clara en su red amorosa.

Tú la miras, sumiso, atento, desengañado en el fondo pero halagado también de que una criatura así intente seducirte, te elija para este juego primordial, pueda quizás abandonarse a tus brazos si tú tuvieras la convicción o la mera audacia para acoger toda esa gracia en crisis que no sabe cómo derramarse, ofrecerse, descansar al fin de tanta puesta en escena, de tanta inseguridad y tanta vocación de aventura folletinesca o virtual.

Pero tú asumes el papel de espectador, de aprendiz, te basta con eso, no quieres más, porque acaso cualquier concesión a la realidad rompería el encanto de este idilio cuyos placeres están no en la llegada, sino en la promesa, nunca cumplida pero tampoco nunca malograda, del viaje.

Luego se despiden tocándose la punta de los dedos. El profesor recuerda entonces a Antón Chéjov, y mientras Clara se aleja, él oye brotar el manantial sagrado de la vida. Aún queda tiempo hasta el invierno.