Si uno viviera en un país en que rigiera el principio de seguridad jurídica, que garantiza "que puede conocerse lo prohibido, lo mandado y lo permitido por el poder público", se sorprendería de algunas cosas. Se sorprendería, por ejemplo, de que el plan de urbanismo de cierta ciudad pudiera retorcerse una y otra vez, hasta que, adaptado a intereses particulares, solares reservados a usos públicos pudieran dedicarse a otros fines, ad maiorem Dei --y no solo de él-- gloriam .

Se sorprendería también de que si el máximo tribunal estatal declarase contraria a la ley la urbanización turística construida en una zona declarada como no edificable, un peculiar parlamento regional, con solo dos partidos en amor y compaña, acordara a posteriori una modificación legal que excluyera dicha zona de las que no pueden urbanizarse.

Si uno creyera vivir en un país en que rigiese el principio de legalidad le resultaría inconcebible que tras haber sido declarada ilegal la construcción de nueve tramos de cierta autovía de su capital, la presidenta de la correspondiente comunidad declarase que la sentencia constituye una decisión "irrelevante" y que la obra continuará siempre que la economía lo permita.

Si uno creyera en esa y otras cosas igualmente pasadas de moda, se sorprendería de que un gobierno pidiera autorización parlamentaria para participar en una guerra varios días después de enviar a ella bombarderos y navíos y al poco de que el presidente de ese Gobierno, junto al jefe de Estado, agasajara a quien ahora bombardea. Como igualmente se sorprendería de que un importante tribunal de justicia, cuyo equilibrio ideológico no se permitiría cuestionar --otra cosa sería su composición: dieciséis hombres y ninguna mujer-- ilegalizara una organización política que, satisfechas las exigencias que se le hubieran impuesto para ser reconocida, viera colocadas sucesivas vallas en su camino hasta que tropezara en alguna.

Pero, claro, si uno creyera en todo eso, si pensara que su país es un lugar donde rige el principio de seguridad jurídica, donde el imperio de la ley es una realidad y no un sueño, entonces puede que uno fuera sueco. O japonés. Lo que no sería es español.