Los Juegos Olímpicos son un escaparate a escala mundial para lo bueno y para lo malo. El ataque terrorista contra el puesto fronterizo de Kashgar (Xinjiang), que ayer costó la vida a 16 policías, se atiene a esta regla de oro en busca de un objetivo: sacudir a la aldea global con las revindicaciones independentistas de la comunidad uigur, que habita en el extremo occidental de China, profesa la fe musulmana y guarda bajo sus pies ingentes reservas de petróleo y gas. Ni la religión de los uigur ni su cercanía geográfica al universo fundamentalista talibán debe inducir falsas conclusiones sobre las razones del atentado, que obedece a la estrategia de algún grupo nacionalista exasperado, como el Movimiento Islámico para el Turkestán Oriental, y no tiene nada que ver con el islam sin fronteras encarnado por Al Qaeda.

A cuatro días de la ceremonia inaugural, un episodio de estas características confirma que todas las prevenciones serán pocas para impedir que la violencia burle la tupida malla de seguridad de Pekín. Eso no significa que sea admisible cualquier forma de protección y control de las personas, pero sin duda da la razón a los responsables del despliegue policial en las sedes olímpicas, que advirtieron de que los riesgos irían en aumento conforme se acercara el 8 de agosto. Los deportistas, los visitantes y los habitantes de Pekín y las demás ciudades que acogerán competiciones tienen derecho a disfrutar con seguridad. Y las autoridades tienen el deber moral de procurarla sin convertir a todo el mundo en sospechoso. Los responsables de la seguridad de los Juegos de Barcelona demostraron que tal combinación es posible.