Al arcipreste don Gil .

Mi excelso y admirado señor arcipreste. Le escribo ésta porque ando más que azorado con la moda que impera entre las mujeres desde no ha demasiado tiempo, y que consiste en descubrirse los pechos por debajo de su inicio, merced a unas más que generosas aberturas de sus ropas a las que dicen escotes, que abarcan desde la garganta hasta, según se quiera, la mitad o más de ambos atributos femeninos.

Mi primera tribulación es si esta moda es seguida por las mujeres, bien por razones de temperatua, o sea, dados los rigores del verano, por la búsqueda de algo de frescor para tan íntimas partes, bien por razón de estética, y sea ésta la de mostrar o insinuar la belleza otrora más oculta, y así causar admiración en quien la contemple. Sin embargo se me antoja que lo del frescor pese poco entre ellas, pues en muchos saraos de los que se celebran en pleno invierno, la escotemanía se practica con tanta o más perfección que en el caluroso estío, sin que, al parecer, se sufra por ello. Su merced me dirá qué opina, mas yo tengo casi por cierto que se pretende más lo segundo, es decir, causar admiración entre quienes pueden ver, preferentemente entre los varones.

Y en esto de ver, o mejor, mirar, está mi segunda tribulación, mi señor arcipreste, pues tampoco tengo claro qué haya que hacerse ante esos escotes que el tópico califica de generosos (y algunos muy, pero que muy generosos, pues casi lo dieran todo): ¿Se debe o no mirar? Pues si se mira --con mayor o menor deleite--, pudiera alguna de las oferentes afearte tu lascivia o, si es moderna, endosarte el feo sambenito de machista y ponerte rojo de vergüenza; y si no se mira, piensa uno ingenuamente que se comete un doble pecado, siendo el primero de omisión, por no admirar, y aun gozar, de lo que la Naturaleza depara al hombre, y el segundo de falta de solidaridad, pues es como desairar a aquella que, con toda seguridad, ofrece su belleza para que se admire. Sin embargo observo, mi querido arcipreste don Gil, que el común de los hombres, cuando tiene ante sí una dama de escotado vestido, opta por un ciniquillo mira sin mirar, haciendo como que no ve lo que es tan evidente y en este disimulo se andan muchos, turbándose y reprimiéndose al mismo tiempo, que pienso yo no sea cosa buena para el sosiego necesario del ánima. No obstante, sepa su merced que conozco algunos artistas del medio ver y del cuasi ojear, que podrían dar lecciones de altos vuelos a los diplomáticos de las distintas repúblicas que nos rodean.

XES UNAx tercera congoja la de no saber si hay que decir o no decir nada ante los escotes femeninos; pues quizá en esta cuestión, tal como nos advertía don Mendo acerca del juego de las siete y media, o te pasas o no llegas: si no dices nada, a lo mejor la dama en ciernes se ofende por lo poco galante que resulta no alabar sus dones; y en el caso de que fuese obligado el panegírico, vendría a ser de nuevo el problema de la sinceridad, pues no sería de recibo espetarle a una dueña hermosota y de opulencia pectoral alguna frase recia tal como "¡Vaya par de... que luce usted, doña Mengana!" o si es más moza, decirle eso de "Hija mía, Fulanita, estás que lo viertes con tan hermosos predicamentos ". Enseguida se pensaría que uno es un grosero, o incluso, un viejo más que verdecillo, pero lo cierto es que muchos doñas los lucen con muy mucha dignidad y la belleza de los que enaltecen a las jóvenes es tanto más atractiva cuanto más se descubren a la vista. Además, si nadie se ofende porque te digan qué ojos más lindos tienes, o qué manos tan delicadas, o qué peinado más espectacular, o qué bronceada vienes, etcétera, ¿por qué cuando se trata de ensalzar otra área de la anatomía se establece esa especia de tabú maorí, pleno de innombrables vocablos, sepultándose el de senos y similares en la categoría de palabras algo delicadas que es mejor no sacarlas del desván del léxico? Se me antoja que ocurre como cuando a una reunión familiar asisten dos cuñados adscritos a partidos políticos mal avenidos: se sabe que están, pero todo el mundo disimula y nadie habla de política, como si ésta no fuera la realidad que más nos concierne a todos.

¿Qué ha de hacerse? ¿Por qué nuestros regidores no aprovechan la canícula, cuando andan más relajados, y en vez de atormentarnos con leyes contra el tabaco y otras miserias, no regulan este asunto de los escotes, y nos dan unas reglas claras de qué y cómo mirar, qué expresar y cómo actuar si llegara el caso? Mejor andaríamos, sin duda.

Espero que me conteste, señor arcipreste, pues ando un tanto desorientado en este asunto, no queriendo pasar por aprovechado mirón de ocasión, pecadorcillo de la carne débil, pero tampoco ciego disimulado y falsillo como quien hace que no ve lo que es tan hermoso y evidente. A la espera de la suya, me he comprado unas lentes de cristales obscurecidos, de esas que fabrican en Cipango y llaman de sol, para así curarme en salud, sobre todo en la de la vista. Suyo, el licenciado Galavís.

*Catedrático de instituto