Autor teatral

Si algo puede confirmar el grado de civilización y normalidad de un país --respeto, al fin-- es la confianza de sus ciudadanos con las fuerzas del orden: policías nacionales, locales, guardias civiles y hasta la policía montada del Canadá, si estuviéramos en Canadá.

No hace tanto, el acojono, hasta de los más templados, era inmenso cuando un garañón de antaño te enseñaba las fauces y las hostias para que comprobases la infalibilidad de sus tortazos, como se comprueban las del Papa. Si una sociedad cambia, todo lo que gira a su alrededor no puede permitirse un minuto de demora. En la memoria de muchos españoles, la simple remembranza del cuerpo o parejas de civiles hace que todavía floren sarpullidos, o se esconda la próstata algo miedosa, aunque tenga el calibre de un melón.

Eran otros tiempos, tan de penuria económica como de espíritu, donde cuatro cuatreros abandonaban el arado, y con la marcialidad de un general, devoraban la dignidad de pobres hombres con el simple reflejo charolado de sus tricornios.

Hoy todo debe de haber cambiado o al menos eso es lo que esperamos. El uniformado de turno no es más que un servidor de la legalidad, a la cual, ha de defender. "Dale a un tonto un uniforme y verás la que arma", decía Napoleón, que no tenía nada de tonto y sí de ambicioso.

Fotos y entrevistas llenan los diarios y las televisiones regionales del policía emeritense que salvó la vida a una familia, que ardía de fuego. No quiere el agente el reconocimiento, pero lo lleva cuando el padre de los niños le muestra su gratitud empapada de lloros.

O cuando tu vehículo de desidia y aceite hace que acampes en la uniforme autovía, para ser rescatados con un buenas tardes, ¿algún problema? No es para darle gracias a Dios, sino a una sociedad que les ha hecho el trazado de su camino.

Y aquí empieza el calvario: dos policías de Miajadas dejaron de ser presuntos para convertirse en culpables. Plataformas ciudadanas, solidaridad foránea, pero una pregunta por hacer: ¿mienten jueces y testigos? Que conste que es una reflexión: familias sufrientes, un pueblo dividido y el dolor de ver cómo quien ejercía de autoridad se convierte en convicto y culpable.

También el recuerdo al denunciante, con el miedo en los ojos y haber ejercido su derecho. Si se equivocó la justicia --como la paloma albertiana--, todo lo necesario para que rectifique. Si fueron los agentes, amparados y parapetados tras su gorra de plato, jamás debieron de llevarla. Si un hombre asustado e impotente buscó una justicia, déjenlo hablar. ¡Que conste que no escribo yo, sino la sentencia!

Dos policías catalanes, en Barcelona, quizá nunca lo vuelvan a ser, por demasiado protectores de nuestra seguridad: se reían de una loca, que era maricón, y lo detuvieron y humillaron por ser maricón. A nadie le deseo lo que no me corresponda, más y...