TEtspaña tiene un mecanismo cataléptico de aplazar los problemas. En agosto se aparcan las inquietudes mediante la cura de calor. El que puede se va unos días a la montaña o a la playa; muchos, a la casa del pueblo, que se conserva, cuando se puede, como un anclaje a las raíces que permanecen vivas cuando llegan las vacaciones.

La familia es el soporte último de la crisis: siempre se puede añadir un puñado de garbanzos al puchero para los hijos y para los nietos; la pensión del abuelo se estira cuando se contrae el trabajo del resto de la familia. Si no existiera la familia, las madres y los padres no podrían tener hijos porque no hay colegios infantiles para todos, al menos asequibles. Los abuelos son la retaguardia que no falla mientras la salud aguante.

En verano también desaparecen muchos depredadores. Dejan los ordenadores de compra y venta de acciones y bonos con el piloto automático y se van a navegar por el Mediterráneo o por el Caribe. Los más listos se esconden, los más imprudentes se exhiben porque todavía no han descubierto que las desigualdades, con el tiempo, adquieren tintes de revancha cuando la opulencia se hace insoportablemente ofensiva. Todas las revoluciones han nacido de la indignación desbordada ante las diferencias de clase o de poder.

Este septiembre es más amenazador que nunca, porque muchas decisiones se aparcaron para no desacreditar el mes de agosto. Pequeños empresarios, ahogados por la ausencia de crédito; demoras en el pago de las administraciones públicas y caída del consumo preparan la catástrofe.

Sencillamente el tiempo está haciendo su trabajo y los políticos sólo cocinan en la clandestinidad de agosto una coartada constitucional para los nuevos recortes sociales.