Desde lo alto de una torre en la ciudadela de Uchisar, un turco de mediana edad nos preguntó a un grupo de turistas "¿De dónde éramos?", y el que estaba a mi lado respondió: "Galicia", mientras yo mismo, sorprendido por la rotundidad de su afirmación, en medio de la seca inmensidad de la Capadocia, emití un leve sonido parecido a "Spain". Años después, y ya instalado en este exilio interior y voluntario, me pregunto: ¿Por qué no habló Extremadura a través de mi garganta? ¿Cuál es la voz de lo extremeño? ¿Cómo es Extremadura ante los ojos del mundo? ¿ Y qué significa para nosotros, los que aquí vivimos? Ignoro si los extremeños pensamos a menudo en nuestra tierra y nuestra gente, y si otro en mi lugar hubiera respondido otra cosa distinta a una pregunta tan sencilla como "¿de dónde eres?".

Con el tiempo, he llegado a responder a esta cuestión. Extremadura no es una región; no es España, no es la Junta, esa gigantesca medusa mitológica que convierte en subvención todo lo que mira, la pobre solidaria, la de iniciativas tan descoyuntadas como la sociedad de la información, o de la imaginación, ni la de los retrasos inexcusables en infraestructuras tan cruciales como la N-630 o la autovía Cáceres-Badajoz; tampoco se identifica Extremadura con aquellas soflamas caudillistas de nuestra joven autonomía, ni con el aprovechamiento de la ignorancia y el miedo de la gente a saber, la Extremadura bicéfala y apática de la refinería sí y refinería también, como tampoco es la del turismo de jamón y montería, ni la de la animadversión sistemática hacia lo catalán o lo vasco, ni el paraíso de la dependencia y del ave, que hagan algo y los sobresueldos de los subsidios; tampoco me parece que esta tierra sea la del campo agónico cuyos dueños confían que caiga el maná de una Europa que ya mira a otro lado, mientras conducen sus todoterrenos de importación por los parkings de los centros comerciales, la de esperar que las multinacionales-mesías generen la ilusión que los políticos no saben --porque no creo que la tengan-- transmitirnos, los pesticidas a granel, la de los acuíferos sobreexplotados por pozos ilegales --aquí todos tenemos derecho a hacer lo que nos venga en gana en nuestra parcela--, la de los talentos que vuelven a emigrar lejos de su hogar, la de la sensación de que nunca se abandonarán las ya cómodas últimas posiciones de la Europa desarrollada.

XQUIZA AQUEL DIAx respondí que era español porque no sentía nada más intenso que me sostuviera en lo alto de aquella torre. Ahora sí lo siento. Sólo hace falta salir unos kilómetros de casa, pruébenlo. Olviden el ibérico que mandamos a Salamanca y vuelve a nosotros inflado de precio y con otro nombre, las márgenes desastrosas del Guadiana en Badajoz, el burro de Torreorgaz, la especulación inmobiliaria, la inexistente frontera entre lo público, que pagamos todos, y lo privado, que beneficia siempre a los mismos, las cigüeñas que abandonaron Cáceres porque ya no les gusta su vertedero; lo que más y mejor tiene Extremadura, su verdadera riqueza. Háganse a un lado del arcén. Detengan el coche. Miren hacia los lados. Allí está. Olviden el corcho que se ahoga, la fruta rica en fertilizantes de las Vegas, las casas rurales. La verde, blanca y negra. Indudablemente, le hubiera explicado al gallego, hay algo en lo que sí somos una potencia puntera: somos los primeros productores mundiales de silencio. Y ese silencio, solemne, de encina y piedra, a medio camino entre la belleza y el abandono, es nuestra tierra. Y de ese silencio sí podemos, todavía, enorgullecernos.