Escritor

Cómo ser un imbécil es el título que Chesterton da al tercer capítulo de su autobiografía y que, además de ser el libro que tengo entre las manos, es el más apropiado para describir la situación que se ha puesto delante de mis ojos, justo ahora que estoy sentado en los veladores de la cafetería de un hotel del centro de Sevilla, rodeado por un gentío pintoresco. Aquí y allá han ido arracimándose sobre las mesas, los sofás, incluso los peldaños de las escaleras, gentes con unas pintas extrañísimas. Y cuando pregunto al camarero el por qué de tanto exotismo, me informa encantado de que esta semana va a celebrarse en Sevilla un congreso de líderes religiosos de todo el mundo. Qué ocurrencias. Aquí yace un hombre que bien pudiera servir de ejemplo a las futuras generaciones de cómo ser un imbécil y pasar por la vida disfrazado de capullo con la sana intención de ganar más capullos para una causa absurda, es el epitafio que pondría yo sobre la tumba de estos señores. Pero como soy prudente, me callo, abandono el libro y me dedico a mirar con descaro ese espectáculo casi medieval de turbantes, túnicas, sotanas y cabezas rapadas.

Un grupo de tibetanos se apiñan en torno al que debe ser su guía. Más allá, un tipo que parece mismamente sacado del zulo de Sadam Husein, alecciona a un puñado de jóvenes. En un rincón, sotanas y santiguaciones. En otro, túnicas y genuflexiones. Pero todos muy serios, mirándose los unos a los otros con gran disimulo y con cierto recochineo. Con el recochineo fino con el que se mira a la competencia en los congresos. Yo los observo pasear por el hotel al modo peripatético, pero hay un no sé qué en sus maneras que me los hace antipáticos. Acaso sea el gesto santurrón que emplean cuando sonríen a todo el que pasa a su lado, con una punta de vanidad en los ojos, quizá por aquello que decía el barón dúHolbach de que "el orgullo y la vanidad fueron y serán siempre los vicios inherentes al sacerdocio". Pero es que saberse la niña de los ojos del Creador debe imprimir carácter, como ser legionario o caballero de Yuste.

La cuestión es que me resulta curioso este congreso de santones ahora que Francia está promoviendo leyes que reafirmen el espíritu laico del estado. Me dan ganas de enrollar un periódico y obligarlos a que se dispersen, como hacen los granjeros con los cuervos que vienen a chulearle la cosecha. Pero como soy prudente, me contengo y me limito a pensar que quizás Europa aproveche esta oportunidad que brinda Francia para poner las cosas en su sitio. Que alguien debería decirle a estos señores en su congreso que la religión es la esencia infantil de la humanidad, como observó Feuerbach, y que si el mundo no ha superado esa etapa pueril es precisamente por el empeño morboso que ellos ponen en que el personal siga creyendo en fantasmas y resurrecciones. Que viven de promover la ignorancia, y viven bien. Que las religiones son como las luciérnagas: necesitan la oscuridad para iluminar. Pero, para nuestra desgracia, y a pesar de la prosa resplandeciente de Chesterton, vivimos en plena madrugada.