Mi hijo me preguntó cuál era la mejor profesión del mundo y, sin duda, le respondí que era la de ser mamá. Una profesión sin horarios establecidos, en la que debes estar al máximo rendimiento las 24 horas del día, los 365 años del año. En la que no puedes coger la baja o solicitar excedencia. En la que no existe una escuela para aprender y vas haciendo maestría gracias a los innumerables errores que vas cometiendo. Un oficio que te exige hacer las cosas con una sola mano, dormir con un ojo medio abierto y fingir que siempre estás de buen humor; también perder horas de sueño y renunciar a tener algo de tiempo libre. Que me pide cantidad de paciencia, calma, empatía, eficacia y constancia y que, además, me desafía a cada instante. Tarea altruista, desinteresada y sin paga doble, pero a la vez es el único oficio que me permite jugar y crear lazos de complicidad, convirtiéndome en una experta negociadora, desarrollando mi capacidad de generar soluciones. ¿Quién no querría tener un oficio que te hace ser generosa, mejor persona, más tolerante y te enseña a ver la vida desde una perspectiva mucho mejor? Unica función que es capaz aún de sorprenderme, de ofrecer abrazos sin pedirlos, que me hace sufrir y gozar, dar y recibir, errar y acertar. El único empleo que me crea adicción, me recuerda lo fácil que es perdonar y vivir con sinceridad, que me exige ser eficaz, atenta, activa, sensible y confiable.