XExs a todas luces evidente que el diálogo entre la ética y la ciencia no es siempre fácil; al contrario, en ocasiones se producen serias reticencias e incluso insalvables discrepancias. Esto sucede, sobre todo, cuando la ética se ve obligada a salvaguardar bienes y valores que son amenazados o, en ocasiones, violados en el camino de la investigación científica. En definitiva, cuando no se resuelve bien el dilema entre el fin y los medios, especialmente si no se respeta la vida como valor irrenunciable y esencial.

Y a la hora de valorar éticamente los avances científicos, se debería partir siempre de una cautela preliminar: no todo lo que podemos hacer, gracias a las adquisiciones de las técnicas más avanzadas, estamos autorizados éticamente a llevarlo a cabo.

Hay asuntos, sin embargo, en los que es muy fluida y excelente la relación entre ética y ciencia y en los que el acuerdo y la colaboración entre ambas son básicamente plenos. Aunque con algunas advertencias, la ética y los trasplantes de órganos se están entendiendo a las mil maravillas. Es más, no sólo se entienden sino que la ética estimula a la donación de órganos, recordando que es un ejemplo admirable de los recursos que Dios ha puesto en la naturaleza y de lo mucho que la ciencia y la fraternidad, en estrecha colaboración, pueden conseguir a favor de la vida.

La donación de órganos, por su parte, pone de relieve la cara positiva que debería siempre contemplarse de la ética y la moral: recuerda que el que dona su cuerpo a los demás, en las condiciones morales y legales requeridas, le está ofreciendo vida. La donación de órganos es una prueba única del amor del ser humano hacia otro, que bien podría asemejarse al acto creador por el que Dios le da la vida al hombre y a la mujer; y al gesto de amor de su Hijo, que dio su vida por los seres humanos. Donar algo propio para que se proyecte en la vida de otros es hacer realidad las palabras y los hechos de Jesucristo cuando afirma que "nadie tiene mayor amor que el que da la vida por los amigos".

La donación, especialmente la decisión personal de ofrecer los órganos vitales mientras vivimos y gozamos de salud para después de la muerte, es, en efecto, por encima de cualquier valoración y condición, un acto extraordinario de solidaridad humana y, si lo hace un creyente en Jesucristo, también cristiana. Así lo recuerda Juan Pablo II en una de las muchas referencias que a lo largo de su pontificado ha hecho a este intercambio de órganos: "El amor, la comunión, la solidaridad y el absoluto respeto a la dignidad de la persona humana constituyen el único contexto legítimo para el trasplante del órgano".

Para que la donación alcance tal valor, es necesario que el trasplante proceda de un acto libre, consciente, gratuito e inspirado por el amor; es decir, que la relación entre donante y trasplantado sea el encuentro de dos personas respetadas en su dignidad, sobre todo por el consentimiento libre e informado de lo que hacen. Y eso ha de estar, además, debidamente regulado por el Estado y las directrices médicas.

Estas observaciones no significan ninguna cortapisa a la donación; al contrario, aumentan su valoración y estimulan a colaborar sin temor en algo tan digno y necesario: en un verdadero servicio a la humanidad. Es importante que disipemos los temores que se puedan tener ante la decisión de donar órganos. Los legales y médicos están hoy adecuadamente resueltos y estoy convencido de que también lo están los escrúpulos religiosos que se pudieran plantear. Esos, en cualquier caso, siempre quedarían superados por el convencimiento de que compartir órganos de nuestro cuerpo es convertir la muerte en vida; pues después de la muerte podemos seguir viviendo de algún modo, siendo útiles a los hermanos. Donar órganos no oscurece el significado cristiano del morir, al contrario, lo refuerza y dignifica.

En este primer miércoles de junio, en el que cada año se celebra en España el Día del Donante, quiero animar con estas reflexiones a los católicos extremeños, y a quien lea esta reflexión, a colaborar sin reservas en la donación de órganos, siempre que se respeten las condiciones técnicas y morales, como afortunadamente se hace entre nosotros. Insisto en que es una forma nueva de practicar el amor fraterno y de aliviar el sufrimiento de muchos hermanos amenazados de muerte. Lo hago sumándome a lo que la Iglesia ha ido poniendo de relieve desde que se planteó esta posibilidad de abrir nuevos e insospechados caminos de caridad.

*Obispo de Plasencia