Con gracia insuperable, narraba aquí mismo hace unos días mi buen amigo Salvador Calvo las mil y una vicisitudes que había sufrido en su heroico intento de lograr la devolución, por parte de cierta compañía telefónica, del importe indebidamente cobrado, no de uno ni de dos, sino de tres recibos en los que se le cargaba un dineral por cientos de SMS que él no había cursado. Nadie habrá puesto en duda que lo contado por Salvador sea cierto, porque, en mayor o menor medida, a todos nos habrá ocurrido algo parecido en más de una ocasión.

Mi última experiencia en la siempre arriesgada aventura de llamar a uno de esos centros telefónicos de atención al cliente, en los que te contesta una máquina a la que le resbala cuanto digas o un explotado trabajador que en ocasiones apenas si sabe farfullar dos palabras en castellano, sucedió el otro día, al poco de contratar, tras varias llamadas que se interrumpían al cabo de unos minutos, una mejora en mi conexión a internet. Luchando contra un molesto ruido de fondo, acaso originado porque mi interlocutora se hallara en Sri Lanka o en Papua Nueva Guinea, acordamos la contratación del servicio, así como que me enviarían un nuevo router , cuyo nada desdeñable importe cargarían en una próxima factura.

Recibido e instalado el aparatito, como la conexión no funcionara hube de recurrir al centro de supuesta atención telefónica. Tras varios minutos de música (a precio de la Sinfónica de Berlín, dada las tarifas vigentes), y varios "pulse uno, pulse dos, no diga tacos", al final pude hablar con una joven que, la pobre, sólo fue capaz de pedirme perdón una y otra vez porque de aquello por lo que le preguntaba no tenía ni puñetera idea. Exhaustos ambos al cabo de dos horas de diálogo de sordos (y notablemente disminuido mi saldo bancario), la conversación finalizó cuando la chica vio la luz y, para salvarse, me dijo que no daban soporte a ordenadores como el mío. Lo que yo exclamé, a diferencia de Salva, no es reproducible en periódico alguno.

*Profesor