De entre los libros leídos sobre la guerra civil española en mi juventud, recuerdo la impresión que me produjeron las primeras páginas de las memorias de Jaime-Ignacio del Burgo , jefe del Tercio de Requetés de Pamplona, que no tengo a mano por haber quedado en casa de mi madre. Sigue viva en mi memoria la impaciencia con que el jovencísimo Del Burgo esperaba la orden del alzamiento, así como el calor familiar que rodeó --en el comedor de su casa y rodeado de sus padres y hermanos-- la marcha al frente del primogénito. Era un momento crucial que los carlistas habían estado preparando durante años, con ejercicios militares en las sierras navarras de Andía y Urbasa, en Belzunegui y Maquirrain. ¡Por fin había llegado la hora de la verdad, la hora de verse las caras!

Traigo a colación esta anécdota, igual o parecida a tantas otras, porque refleja una idea que vuelve a mí, recurrente, durante los últimos meses: la de que la guerra civil no fue --como se pretende hoy por algunos-- una simple sublevación militar impulsada por una oligarquía egoísta y bendecida por una Iglesia cerril. Porque es cierto que hubo una sublevación contra la legalidad democrática, pero también lo es que esta sublevación se transformó en guerra al alzarse media España contra la otra media y dividirse asimismo el Ejército.

La tragedia insondable de la guerra fratricida radica, pues, en el hecho de que los españoles se enzarzaron entre sí, hermano contra hermano y familia contra familia. ¿Por qué sucedió de este modo ¿Quién tiene la culpa No pretendo saberlo. Porque, como ha escrito Anthony Beevor acerca del debate sobre la cadena causal que condujo a la guerra, "¿Qué fue antes, el huevo o la gallina ¿Por dónde empezamos ¿Por el egoísmo suicida de los terratenientes, o por la gimnasia revolucionaria y la retórica que desataba el miedo al bolchevismo, arrojando a las clases medias en brazos del fascismo, como advertían los líderes socialistas más moderados". Dar respuesta a estas preguntas excede de lo posible, por lo que --según Beevor-- "es imprescindible hacer brincar la imaginación para tratar de comprender las creencias y las actitudes de entonces, ya sean los mitos nacional-católicos y el miedo al bolchevismo de la derecha, o la convicción de la izquierda de que la revolución y el reparto forzado de la riqueza iban a llevar a la felicidad universal".

XDE LO DICHOx se desprende una enseñanza: la guerra civil no fue una confrontación entre buenos y malos. Sin equipararlos --y, menos aún, juzgarlos--, ambos bandos sostuvieron sus razones, que fueron defendidas de buena fe, con arrojo y dignidad, por muchos de sus respectivos partidarios; del mismo modo como también en ambos bandos hubo fanáticos, estúpidos, traidores, cobardes, renegados, asesinos, malvados, ladrones y aprovechados. Mal negocio es, por tanto, cargar la suerte contra nacionales o rojos, buscando en un ayer desventurado y atroz la justificación o el aliento para una política de hoy. Hacer tal es manifestación de miseria humana, limitación intelectual e indigencia política. Tanto si se hace con desgarro campanudo y desparpajo borde desde las trincheras de la derecha, como si se intenta con doblez taimada e intención sesgada desde las posiciones de la izquierda.

La tentación cainita parece haber prendido otra vez en la vida política española. De ahí la feroz instrumentalización del pasado, al servicio de una visión maniquea del presente. Para la derecha, se trata de insistir en una visión conspirativa de la historia que explique su imprevisto desalojo del poder --aún no asimilado plenamente--, tras las elecciones posteriores al 11-M. Y, para la izquierda, resulta útil la asimilación del PP al franquismo, con el objetivo de consolidar un aislamiento que el propio Partido Popular parece empeñado suicidamente en provocar. El resultado de todo ello es lacerante: aumenta, día a día, la crispación entre políticos y asimilados --periodistas, opinadores y tertulianos--, mientras la ciudadanía asiste atónita a la progresiva erosión de la autoridad del Estado, manifestada plásticamente en los desplantes vomitivos del etarra García Gaztelu , alias Txapote, así como en la quiebra del funcionamiento normal de algunos servicios públicos, puesta espectacularmente de manifiesto por la reciente huelga salvaje que ha paralizado el aeropuerto de Barcelona.

No teman, no voy a cerrar este artículo con el repetido párrafo de Manuel Azaña , en el que invoca "paz, piedad y perdón" para cuando los españoles sientan de nuevo hervir la sangre dentro de sí. Voy a hacerlo con otro texto de menor aliento épico, pero mayor trascendencia inmediata. Es del profesor Josep-Maria Bricall , para quien "gobernar no es recrear el pasado, sino administrar el futuro". Para ello, los partidos deberían dejar de entender la acción política como una lucha prioritariamente dirigida a la ocupación y detentación continuada del poder, según criterios de márketing, para pasar a ocuparse con preferencia de los problemas cotidianos de los ciudadanos. A fin de cuentas, como sostiene el propio Bricall, "una nación no es nada más que una sociedad que se organiza adecuadamente en un territorio determinado". Tiempo es ya, setenta años después de la guerra civil, de que nuestros dirigentes comiencen a entenderlo así.

*Notario