Periodista

El Congreso ha aprobado una proposición según la cual a la vuelta del verano los proyectos de ley deberán ir acompañados de un informe que evalúe si contienen disposiciones que discriminen a las mujeres. El propósito de esta norma es encomiable, pero nadie puede esperar que se aplique si los encargados de hacerlo son los diputados que han redactado el precepto --así llamado-- de "valoración del impacto de género".

Pase que sus señorías confundan valoración con evaluación y que se sumen a la cohorte de iletrados afectos a la demasía verbal de los impactos. Lo que resulta inadmisible es que, tratándose de una medida contra la discriminación sexual, en el texto perpetrado apenas aparezca la palabra sexo. Y no por pudor monjil, sino por la obstinación en el calco de la voz inglesa gender, que nos deja sin más atributos que los del género, como si en lugar de personas de sexo masculino o femenino, fuéramos adjetivos demostrativos u oraciones de subjuntivo. De modo que el "impacto de género" no da la medida de las ofensas que sufren las mujeres, sino de la falta de respeto a las reglas del lenguaje.

Lo mismo ocurre con la minuciosidad en el apareo a la que se obligan muchos personajes principales, que utilizan sin recato los torpes latiguillos "ciudadanos y ciudadanas", "todos y todas" y, si se tercia, "socios y socias". En eso cada vez se parecen más a Otegi e Ibarretxe, aunque los dirigentes aberzales están tan convencidos de que los genes transmiten las ideas, que es natural que se empeñen en la obscena copulación de los vascos y las vascas.

Pero no debe utilizarse a la mujer como coartada: el bastardeo de la gramática nada tiene que ver con la equivalencia de los sexos.