Es irritante ver a tanta gente rasgarse las vestiduras por la corrupción de quienes nos gobiernan. Como si fuera la primera vez. Como si fuera a ser la última. Como si tanto arrebato fuera a cambiar algo. La corrupción, además de protagonista habitual del show político, es un rasgo endémico de nuestra cultura (pública y privada) que solo anatematizamos a la hora de dar discursos y cuando el corrupto es el otro, el vecino, el chivo expiatorio...

Idiosincrasias aparte, los casos de corrupción, decíamos, son parte del imaginario con que se escenifica (la parte escenificable de) la trama política. Las noticias y la polémica en torno a escándalos judiciales o morales (como los sexuales, los favoritos en culturas más puritanas), forman parte del drama mediático con que el poder se comunica con la ciudadanía generando determinados efectos más o menos calculados.

Un efecto del ‘show’ de los escándalos políticos es distraer a los ciudadanos con cuestiones que solo indirectamente tienen relación con el rumbo real de los asuntos públicos. Más allá de su función dramática en la estrategia electoral de los partidos y el reparto del poder, la corrupción tiene poco que ver con la política que realmente determina nuestras vidas, y más bien sirve para no exponerla al debate ni a la crítica seria. El «escándalo político» ha acabado por convertirse en otra variedad del «panem et circenses» en las democracias liberales.

La función teatral del «escándalo político» no solo consiste en ocultar lo que realmente se cocina tras la tramoya del poder, ni en recabar un mínimo de atención del electorado (y dar así una cierta legitimidad al juego), sirve también a la escenificación de la superioridad del poderoso (que debe ser ejemplar y no corromperse como el resto), a la proyección catártica de las pasiones del ciudadano (que es, puede o quiere ser tan vicioso como sus gobernantes) y, lo que es más sustancial, a la desafección por lo político. La exposición obsesiva y teledramática de los escándalos de corrupción desincentiva la participación en los asuntos públicos y genera derrotismo e indiferencia, cosas muy útiles, en general, al poder.

Debemos insistir en que los escándalos de corrupción, más allá de su función dramática, poco o nada tienen nada que ver con la política real. De hecho, se puede ser un político eficaz a la vez que un «corrupto». La historia está repleta de casos. La única condición, al menos hoy (no tanto antaño), es que se guarden las apariencias. En los modernos estados de derecho el gobernante se encuentra teóricamente regido por la legalidad a la que representa, y queda muy feo que quien representa a la ley se la salte.

De otro lado, el argumento de que la corrupción implica desatender el bien público (por priorizar el privado) es falso. Al menos desde una perspectiva utilitarista, que es la propia a casi cualquier opción política moderna, sea la liberal (según la cual los vicios privados son la fuente de los bienes públicos) o sea alguna más a la izquierda (¿cómo apartar del poder -por corrupto o por inmoral que sea- a quien mejor puede contribuir al logro de la justicia social?).

La corrupción no es, por tanto, un problema político (ni, mucho menos, cosa de políticos). Es un problema moral (y cosa de todos). Y ante un problema moral y social de esta dimensión solo cabe una respuesta: una educación pública de calidad y en la que la formación ética y ciudadana tenga un papel central.

La tan cacareada «regeneración democrática» no depende, pues, de que cambien el gobierno o las leyes, a no ser que estos cambios impliquen, precisamente, y entre otras cosas, un giro sustancial y persistente en la política educativa. Y es justo de esto, de política educativa -o de política en general- de lo que no se habla por estar todos oportunamente escandalizados con los escándalos de corrupción.

Al PP hay que barrerlo. Pero no fundamentalmente por ser un partido podrido por la corrupción, que lo es, sino por su pésima política, entre otras cosas, educativa. Quién, más allá de indignadas gesticulaciones y mociones televisadas, empiece a hablar de lo que hay que hablar y cambiar, y de cómo hacerlo, tendrá mi voto.