Este verso de Pere Gimferrer , verso que fuera famoso entre los estudiantes de hace treinta años, me ha venido a la memoria (ahí está el punto) tras escuchar la curiosa anécdota que me contaba un colega del departamento. Póngase en su lugar. Hablamos de estudiantes de arquitectura de cuarto curso. Unos gañanes. El profesor describe la construcción de las ermitas románicas y su notable riqueza técnica, se detiene un momento en la ornamentación y da unas someras explicaciones sobre la simbología del pantocrátor que preside el ara con rigor cejijunto. Señala al Cristo fiero y los adláteres. A la salida se le aproxima un muchacho que, llevado por la curiosidad, le pregunta: "Oye, el Cristo ese del que hablabas, será el de los cristianos, ¿no?" Mi amigo, habituado a la ingenuidad juvenil y a su inocencia en materia de conocimientos, confirma la suposición del chaval ("¡Ah, me lo imaginaba!", añade el chico) y luego, como para completar el asunto, le pregunta: "¿Y ya sabes en qué siglo nació?". El estudiante duda unos momentos y luego, con abierta franqueza, responde: "No, no lo sé, ¿en el siglo VII?". Lo conmovedor de esta escena, que no es la más sintomática que hemos vivido este año, no reside en la ignorancia del muchacho, la cual debe ser atribuida a sus profesores, a sus padres y por encima de todo a los sucesivos ministros de Educación, sino en la sublime paz interior que ostenta. En efecto, situar el nacimiento de Cristo más o menos siete siglos después de muerto me parece algo sensacional. ¡Librarse de una vez y para siempre de toda la tradición occidental! ¡Carecer de historia, de conciencia temporal, de pasado, de referencias, de modelos! Se entiende la necesidad imperiosa de estas criaturas, su obsesión por conseguir una identidad y a poder ser una identidad colectiva que haga de la vida un desarrollo del botellón. Porque no hay mayor pureza que la que se alcanza con la anulación de la memoria tras el paso por los sucesivos mataderos estatales del conocimiento. Una pureza, por así decirlo, aria.