El viernes pasado fuimos de fiesta y, como de costumbre, las chicas entraban gratis en la discoteca y los chicos debían pagar entrada. No pasaron ni dos minutos sin que un apuesto caballero se tomara la confianza de posar sus manos en mi cuerpo o sin que me intentara enamorar con sus palabras. La mayoría de canciones tenían alguna que otra mínima connotación sexual y, dentro de esta aceptada e inmoral habitualidad, pasó algo que me abrió los ojos. Mientras bailaba con unos amigos, estos se subieron a la tarima central, pero un empleado los disuadió, ya que dan mejor imagen cuatro chicas meneándose. ¿Cómo puede nadie disfrutar con semejante espectáculo? Me avergoncé de mí misma, de lo que veía y de lo que había hecho.

¿Qué está pasando? Sigo sin comprender como adolescentes que han vivido mayormente en una sociedad abierta, plural y con igualdad de sexos no se percaten de lo que pasa ante sus ojos. Quizá solo sea una percepción mía y no haya ningún tipo de discriminación sexual en los clubs nocturnos. Me parece vergonzoso que se promueva este tipo de ocio entre los jóvenes, pero aún más que nosotros lo aceptemos.

Como adolescente con ganas de disfrutar de mi juventud no me gusta sentirme como un trozo de carne que atraiga a chicos y que, para que no me hagan ningún comentario desafortunado, deba permanecer sentada en una esquina. Tengo 17 años y ganas de divertirme, pero sin que ello conlleve abandonar los férreos principios que he desarrollado a lo largo de mi vida y que me hacen ser la persona que soy.