Un invento ejemplar, la medida de los siglos, es digna de atención. Los cambios de centuria, por no hablar del cambio de milenio, como aquel que puso patas arriba a Europa en el año 1000, traen mucha agitación. El cerebro de quienes habitan el calendario cristiano gira dos grados y rehace sus ideas en cada inicio de centuria. Son cambios que tardan en llegar al espectáculo mediático, siempre ocupado con menudencias frenéticas. Digámoslo claro: el cambio de siglo tarda una década en producirse. Obsérvense los dos últimos. En 1800 acaba el siglo XVIII y comienza el XIX, pero eso no es cierto hasta que en 1814 las potencias absolutistas derrotan a Napoleón y lo mandan a Elba. Solo entonces podemos admitir que el siglo XVIII se ha agotado. Una vez descartado el tirano, Europa se rehizo de arriba abajo y decapitó lo que quedaba de nobleza. Comenzaba la democracia de masas. En 1900 acababa el siglo XIX, pero su final verdadero no llegó hasta 1914, cuando estalla la primera guerra mundial, que no era sino la función de apertura del siglo XX, cuyo signo heráldico es la hecatombe nuclear. Esa primera guerra, mero prólogo de la segunda, señala el punto de llegada del nuevo siglo a la conciencia universal. Luego, Revolución en Rusia, disolución de los imperios centrales, cataclismos coloniales, fascismo nipón, revolución en China, barbarie nazi; en fin, las grandes matanzas que han dado al siglo XX su tétrico escudo de armas. También nosotros hemos estrenado milenio y vamos camino de celebrarlo. La mutación de las mentalidades es tan lenta como en anteriores ocasiones, pero eso que se denomina crisis económica no parece sino un aviso de que la inauguración oficial, con sus juegos de artificio y la pulverización de las momias, tendrá lugar en esta década que ahora comienza. Creo llegado el momento de ir tirando a la basura todo lo que ha sido popular, heroico, masivo, tópico o distinguido durante el infame siglo XX. Que nada quede entre nosotros de esos 100 años que hieden a carne podrida. Año nuevo, cerebro limpio.