Al contrario de lo que decía Pascal , la mayoría de los males no vienen por no quedarse en casa, sino por no saber pasar ni un solo segundo en silencio. La sociedad actual está diseñada para recibir estímulos auditivos a todas horas, y si no los hay, los creamos. Si paseas por la calle te golpea el chunda chunda atroz de la música que los conductores tienen a bien compartir contigo, ventanilla bajada mediante.

Si paras a tomar un café, te aturden las conversaciones que los demás tienen a gritos en la mesa de al lado, o el resonar inmisericorde de los teléfonos móviles, y la charla que sigue, siempre a voces. No digamos ya si tratas de viajar en transporte público, y pasar un rato sosegado, mirando por la ventanilla, o siguiendo el consejo de ese anuncio de Renfe tan bonito como mentiroso. Primero, porque ese tipo de trenes no ha llegado a Extremadura, y segundo, porque no se pueden preparar oposiciones ni leer tranquilos ya que cada dos por tres la señora o el señor de al lado llama a quien sea para contarle cosas tan trascendentes como que está pasando por Navalmoral, o para preguntar desde Trujillo qué tiempo hace en Cáceres, como si viajara por un huso horario diferente. Hasta las tiendas te reciben con música tecno a todo volumen, no sé si para que compres deprisa o salgas corriendo en dirección contraria. No sabemos vivir en silencio. Encendemos la tele o nos la encienden en cuanto llegamos a un sitio, desayunamos con la radio, comemos entre gritos y cenamos con tertulianos vociferantes, anuncios gritones y actores con el mal de san Vito, y justo antes de dormirnos, en esa duermevela dulce que anticipa el sueño, vislumbramos la paz que podríamos disfrutar si tratáramos de vivir en el silencio. Pero ya es tarde. Nos quedamos dormidos, y nuestras pesadillas se enhebran con el hilo musical de toda la palabrería en la que hemos dejado tejer nuestra vida, como mortaja para una paz que no conoceremos nunca.