En la vorágine de los días que vivimos, con el continuo exceso mediático que digerimos a duras penas, las aparentes anécdotas cobran más fuerza. Sí, ha crecido sobremanera la venta de banderas españolas en bazares y tiendas de distinto pelaje. Desde el respeto, huyendo de cualquier valoración patriótica, este hecho constatado en las balcones de mi ciudad vuelve a poner de relieve la importancia de los símbolos. Materiales, sobre todo, cuando se trata de apuntalar un sentimiento o defender una posición, en este caso, por la unidad de España, como al menos lo entiende un servidor al observar cientos de enseñas colgadas en las fachadas. Son curiosos estos tiempos, tan iguales a otros que vivieron nuestros padres, cuando una imagen valía más que mil palabras para poner de manifiesto que nada ya es lo que era ni lo que vendrá se parecerá a lo que pensamos. Los símbolos están por todas partes y crecen a medida que la pasión por algo se hace más fuerte. Y solo es necesario echar un vistazo a la calle para observar que se hacen imprescindibles cuanto más creemos en algo o en alguien. Lo que sucede ahora es una explosión de símbolos, lanzados a la cara sin mayor miramiento que lo que cada uno esté dispuesto a soportar. Y, para eso, hay que tener el estómago suficiente. Sube la venta de banderas mientras los problemas con Cataluña tiñen la vida cotidiana en las redes sociales y en la calle. ¿O acaso el exceso de mensajes no va en paralelo al de los símbolos? Al final del túnel, creánme, seguiremos teniendo claro que lo único que permanecen son las pruebas físicas de la batalla que ha pasado. Hasta que vuelva a ocurrir y se repita otra vez la historia. Tan de nuestra civilización como de las anteriores.