Con la gran visión de futuro que me caracteriza, decidí estudiar clásicas, y no derecho o medicina que es lo que hubieran querido mis padres. Si lo hubiera hecho, mi vida hubiera sido otra, pero no habría leído la Odisea en la lengua en que fue escrita, ni a Horacio y Virgilio, sin cuya influencia no se entiende nuestra literatura, ni a Tucídides o Tácito, que enseñan la contención, y me hubiera perdido muchas de las cosas que me han pasado. Hubiera empezado a trabajar antes, y no en Pilas, un pueblo que dejan a un lado todos los que viajan a Huelva, donde el aburrimiento y el agradecimiento a una viuda que me acogió en su casa hizo que me pasara las tardes delante de la tele viendo con ella vídeos de la romería de la Virgen del Rocío, y me volviera experta en el orden en que tenían que llegar los simpecados, un saber que no he tenido que utilizar en mi vida.

Dice Steve Joben un famoso discurso de graduación, que dejó los estudios y se apuntó a caligrafía, pero que al final los puntos se conectan, porque lo que había aprendido en caligrafía lo utilizó para el primer ordenador, revolucionando la informática. Yo aún no he encontrado cómo conectar los simpecados, pero ahí están, para cuando los necesite. Luego estuve en Camas, donde acabé de darme cuenta de que los alumnos no se morían por aprender hexámetros dactílicos, aunque yo sí aprendí otros saberes sobre herbolarios (a eso se dedicaba la señora que me acogió por pura pena, porque era el año de la Expo y no había alojamientos disponibles que no fueran a precio de jeque) y sobre peñas taurinas, dado que yo vivía enfrente de la de Curro Romero. Nunca he tenido que echar mano de todos estos saberes que entonces me parecieron inútiles.

No sé tampoco si lo que estamos aprendiendo estos días servirá para algo, ni siquiera si no estaremos creando algo efímero que el fin del confinamiento nos hará olvidar enseguida. Tampoco sé si volveremos más solidarios, mejores padres, familiares y amigos, que no dejarán pasar el tiempo sin ver a las personas queridas. O si al contrario la normalidad nos volverá anormales, como éramos, seres preocupados por cosas irrelevantes, siempre con prisas, sin tiempo para nosotros ni para nadie, a años luz de saber cuánta compañía, cuánto calor humano recibí yo aquellas tardes de octubre, sentada al lado del brasero de una mujer que me explicó punto por punto el protocolo de la Virgen del Rocío.

Ya digo, no me sirvió de nada, pero mientras escuchaba, no me sentía tan sola, en aquel otoño de hace tantos años en que yo no era capaz de imaginar que no olvidaría nunca el orden de los simpecados como antídoto frente a la soledad, el agobio, la incertidumbre de estos días que pasarán a lo mejor sin dejar una enseñanza, un poso de humanidad, como fábula inútil de aquello que pudimos ser y no hemos sido.

*Profesora y escritora.