No hay ya solución para el problema de Cataluña, al menos ya no hay una buena solución. Podrá llegarse a algún entendimiento, quizá se negocie entre el Estado y las fuerzas políticas catalanas una reforma del Estatuto de autonomía que reconozca la idea de nación, o mejore la financiación de ese territorio, pero ya no sé cuánto tiempo durará ese arreglo y si a la vuelta de una década o menos estaremos otra vez igual.

Y no hay buena solución, porque el problema es ya demasiado grande. No encuentro derecho ni justificación a que desde la locura de unas fuerzas políticas catalanas entregadas a una continua carrera electoral año tras año, con la colaboración entre malévola e ingenua de buena parte de esa sociedad, nos tengan a todo un país, a 38 millones de los españoles, continuamente de los nervios.

El dedo en la llaga lo ha puesto el presidente de la federación de asociaciones extremeñas en Cataluña, Manuel Guerrero, un hombre que lleva 53 años viviendo allí, cuando dice en una entrevista que España no ha sabido ver lo que se estaba gestando, y particularmente los sucesivos gobiernos, del PSOE y el PP, han ido cediendo y dejando hacer a cambio de los votos de los diputados nacionalistas (CiU) en las Cortes.

Rodríguez Ibarra ya dijo lo mismo. Llevamos 39 años haciendo concesiones a Cataluña, o más bien a sus élites políticas, culturales y económicas, que el pueblo catalán es otra cosa, y no ha valido de nada; recordar los sucesivos aumentos del tramo de cesión del IRPF, el 15, el 30, los sistemas de financiación autonómica que aparentemente contentaban al nacionalismo catalán… de momento. Son ejemplos.

EN ESTA víspera de la movilización nacionalista catalana, que no es ni referéndum, ni consulta, ni votación presentable, ni nada que se le parezca, cuentan que en aquel territorio están rompiéndose las familias y las amistades. Que ya no se puede hablar ni disentir libremente. Y me recuerda lo ocurrido en Mérida a unos amigos, de charla en una terraza tocando entre otros temas la política, expresando cada uno sus ideas contrapuestas, a los que se acercó un matrimonio que se levantaba de sus sillas, para felicitarles por «la libertad con la que hablan ustedes aquí, eso en el País Vasco no lo podemos hacer».

¿Qué fue de la libertad en Euskadi y Catalunya? Siento que hay una mayoría de catalanes razonables arrinconados, silenciados, amedrentados, asustados, a los que el resto de los españoles les estamos fallando. Décadas llevamos mirando para otro lado, comentando el adoctrinamiento, en Cataluña y País Vasco, de niños y jóvenes para los que se ha inventado otra Historia y diseñado un imaginario sentimental y agraviante de forasteros arrasando sus tierras, quemando sus cosechas, prohibiendo y persiguiendo su lengua. La dictadura de 40 años ya pasó, y me gustaría que este país, España, alguna vez terminara de construirse y definirse. Aunque solo sea por nuestros hijos y los suyos.

A los antisistema, esos algunos de los cuales se darían un golpe de Estado a sí mismos por ser demasiado conservadores dentro de su paranoia, y a los secesionistas de derechas, de centro, o izquierda republicana conservadora, se ha unido en la locura parte de la izquierda. ¿Qué fue de la IU, de los viejos comunistas PCE-PSUC, que votaron contra el Plan Ibarretxe y hoy entierran ideales y pasado dentro de un Podemos cuyos dirigentes -que han pulverizado el empuje de unas magníficas bases- se han convertido en una maquinaria formidable de demagogia y oportunismo político?

Tomo palabras del escritor Antonio Muñoz Molina: «En nuestra sociedad primero se hizo compatible ser nacionalista y ser de izquierda. Después se hizo obligatorio. A continuación, declararse no nacionalista se convirtió en la prueba de que uno era de derechas. Y en el gradual abaratamiento y envilecimiento de las palabras bastó sugerir educadamente alguna objeción al nacionalismo ya hegemónico para que a uno lo llamaran facha o fascista» (Todo lo que era sólido, 2013).