Hace unos días asistí como público a un recital poético en la ciudad de Mérida. Llevábamos tiempo esperándolo, ya que varias sesiones se habían pospuesto desde el inicio de la pandemia (importante el matiz: pospuesto, no suprimido). Tras el acto, uno de los organizadores me refería con júbilo contenido que el aforo había superado al que se daba en tiempos de «antigua normalidad». No me extrañó. Yo me sentí privilegiada escuchando la poesía de labios de su propia autora, por una vez sin pantallas. Alicia Es Martínez Juan declama con una fuerza extraordinaria, logrando que todos a su alrededor se trasladen a su mundo y se sientan parte de la experiencia.

Nos contaba la poeta que ahora valora más los abrazos: sopesa el riesgo que implican y decide cuándo le merece la pena asumirlo. Es la importancia de lo importante, eso que antes dábamos por descontado y olvidábamos apreciar; ya sean los abrazos, ya sea la cultura al alcance de la mano. Lo bueno de esta última es que no implica peligro de contagio. Así lo avalan los informes de Sanidad, que documentan lo que el sector lleva tiempo repitiendo: la cultura es segura. Está probado que la incidencia del covid-19 en las actividades culturales es absolutamente marginal. Si a esto sumamos los estrictos protocolos que se llevan a rajatabla en cada acto (todos los conocemos ya: mascarillas, geles, distancia, mamparas, desinfección constante), la realidad es que no hay nada que temer.

La misma sensación de gratitud de aquel recital me ha invadido en presentaciones propias. Tras muchos meses sin apenas ferias del libro o festivales, algunas entidades y ayuntamientos valientes se han sumado al «pospongo, pero no cancelo». En la Feria del Libro de Badajoz acudí auno de mis primeros encuentros con público desde que la pandemia irrumpió en nuestras vidas. Una hora antes del comienzo del acto se puso a diluviar como en el fin del mundo. Mascarilla, chaparrón, miedo. «Mal cóctel», me dije, resignándome a una carpa vacía. Nada más lejos: estaba hasta los topes -distancia necesaria mediante-, y donde sillas y recinto acababan, personas a la intemperie sostenían sus paraguas atentas a lo que allí se decía. La ciudad parecía gritar: «echábamos de menos la cultura, y aquí estamos. No le hemos fallado». Algo similar me ocurrió en los festivales literarios de Gijón y Cartagena, o hace unos días en un club de lectura en Valencia, donde incluso un señor recién operado acudió con tal de no perderse ese momento fascinante que se propicia cuando autor y lector, acostumbrados a permanecer cada uno de su lado del libro, se encuentran en el mismo espacio y tiempo.

Es cierto que no todos están dispuestos a asumir la responsabilidad y el trabajo extra que conlleva organizar un acto en estas circunstancias, y que tampoco todos le otorgan la misma consideración. En la asociación de escritores que presido, y ante las consecuencias ruinosas para los autores que han publicado libro este año, hemos puesto en marcha una serie de encuentros con lectores a través de lo que hemos llamado «red de librerías amigas». A falta de una semana para comenzar, el propietario de una librería se descolgaba de esa red porque —palabras textuales— una presentación literaria no es primera necesidad dentro del mundo cultural. Se me cayeron todos los palos del sombrajo: ¿a qué esa desvalorización constante —y ya estomagante— de nuestro trabajo? Los autores también han de mantener a sus familias, pagar facturas, comer tres veces al día. Pero si ni siquiera un librero lo percibe así, qué podemos esperar del resto.

Y sin embargo, yo no pierdo la esperanza y les animo a no dejarse alienar, a no volverse de piedra, a no permitir que el miedo les devore y a seguir disfrutando de los placeres del arte, mucho más si es de primera mano: la música, el cine, el teatro, y, sí, también la literatura. La poesía que nos remueve, el ensayo que nos instruye, la narrativa que nos traslada a otros mundos, a veces más amables, a veces no, pero, uf, qué descanso vagar por ellos, respirar acaso unas horas un oxígeno diferente. No demos por perdida esa magia que nos hace más humanos. Y no nos resignemos tampoco a una normalidad que no es tal; si lo hacemos, aquella donde lo único que tocas es la pantalla táctil y no caben los gestos cómplices ni las miradas a los ojos nos habrá ganado la batalla, y esta vez sí será para siempre.

*Escritora.