Los sindicatos, que están subvencionados con dinero público, se han manifestado en Madrid, pero sin criticar al Gobierno. Mientras, se fomenta una dependencia sindical para agradecer el puesto de trabajo y se pactan con la empresa las medidas regresivas que, poco a poco, se van imponiendo en contra de los derechos de los trabajadores. Los dirigentes sindicales viven tranquilamente bajo la capa protectora de las empresas, que, a cambio de su sumisión, les garantizan la paz laboral y el acceso al empleo de toda la familia, siempre y cuando acepten sus condiciones como agradecimiento al puesto de trabajo logrado. No hay coacción más lamentable que aprovecharse de las dificultades del mercado laboral para ofrecer empleos mediante artes tan oscuras. Lo peor es que quien lo hace dice defender a los trabajadores. La situación en las empresas se deteriora lentamente, y los pactos y negociaciones sobre los ERE no siempre son limpios. Si alguien tiene la desgracia de estar en un sindicato ajeno o de no comulgar con ruedas de molino, que sepa que tiene todos los números para salir en la primera regulación de empleo que se haga. Los sindicatos se han convertido en otra clase elitista y tienen el poder suficiente para decidir quiénes son buenos trabajadores y quiénes no lo son. Forman un círculo cerrado en el que no cabe la autocrítica. UGT y Comisiones se han llevado 21 millones de euros de los Presupuestos del Estado. A esa cantidad hay que sumar las aportaciones individuales de cada afiliado, lo que constituye un negocio a costa del miedo a perder un puesto de trabajo. Con amigos como los sindicatos, ¿para qué quiero enemigos?

Aclaración: soy un simple currante.

Miguel Molina **

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