XDxesde el lunes, mi vida es un buscar ansioso por ese fantasma centurión que puebla mi casa y mis soledades.

Ya apunté alguna vez que mi hipoteca de pladures se asienta bajo los restos de una necrópolis romana, en la que están todos muertos. A mí me dieron las llaves y el fantasma, y hasta ahora todo ha ido como la malva.

Después de amonestarle --cariñosamente, claro-- por desfilar con coraza, casco y plumero más allá de la madrugada, Flavio --el fantasma que habita mi casa-- comprendió el respeto de nuestra convivencia. Y si no fuera porque se bebe el Máximo Dutti Gel , la vida nos transcurriría tranquila, yo tirando y él atravesando paredes.

Pues se busca, hasta doy una recompensa por mi fiel y cariñoso fantasma. Me temo que haya caído en manos de una pervertida, o en su defecto, de Adittex , dándole generosos euros, cuando el más emérito y romano de las Méridas es él y no un emigrante que ha emigrado para engañarlo.

Pero rauda me dice Mariví --la secadora amiga-- que lo vio acicalado y tildado, con pantalones cortos y zapatillas, y una mochila --mía, claro-- para simbionizarse con un turista.

Y caigo y recaigo como san Pablo que su huida no es otra cosa que un soñar de bermudas y chiringuitos playeros. Pero no se le puede dar todo al cuerpo, y a falta de las playas de la andaluza Conil, la isla reseca del Guadiana emeritense.

Es muy suyo Flavio. Mi amiga Pepa, la irrepetible, nos engaña con embeleso cuando por estas fechas se monta un típico party en la cafetería que está lo más enfrente del Museo Romano de Mérida. Su añoranza de turista nos la envuelve en una mentira piadosa, amancebándonos con sandalias y calcetines, que, un suponer, parecen mandados por la pérfida Albión.

Y caemos encantados en la trampa, con un descuidado cuidadísimo, como si en las camisetas sin sudar trajéramos tantos kilómetros como el viaje anhelado de nuestro subconsciente, ése que siempre ideamos y nunca llegamos a realizar.

Y compramos chorizo de venao y las riquísimas tortas del Casar para llenar una melancolía de un camino, que esta vez no nos llevó a ningún sitio concreto.

Los chavales que reparten las hojas publicitarias de los restaurantes, que es una manera como otra caulquiera de ganarse la vida, te cuentan un cuento sabroso de caldereta extremeña, como si nosotros nos hubiéramos criado a base de fabes con almejas.

Por eso mi centurión se ha ido a los vomitorios del Teatro Romano, y la Pepa --tan mía-- nos juega con un sueño que, al final, se hace una tozuda realidad.

Miguelito --mi compadre-- llega como el hombre que vino del frío, alto y mirando la soberbia enladrillada de Moneo.

Mariché se debate entre la religiosidad de la plaza de los nazarenos y la ética pagana de una libertad santa. Todos nos sentimos, sin estar, como mirando, vírgenes, las piedras que pateamos tan a diario y tan cansinamente. Hasta Ana Trinidad, parienta de los dioses, disimula desde su reposo que un día le habló de tú a tú al dios Zeus; que conoció Roma y esta Emérita Augusta imperial, representando a la gran Hetaira que subyugaba placeres, vicios y dinero. Que fue Isis, corifea de tanto festival romano, pero sobre todo del barrio de su barrio encantadamente.

Engañándonos, paseamos nuestro palmo sin mirar al horizonte. Allí, a dos escupitajos, está mi casa. Mas allá, Blanca y Mario --mi ahijado-- miran de turistas a su madre.

Ahora al trenecito. Que vuelva mi fantasma.

*Autor teatral