Esta semana he visto The Disaster Artist (2017), dirigida, protagonizada y dirigida por James Franco, una buena película que nos ofrece las entretelas de la que es considerada la peor película de la historia del cine: The Room (2003).

Además de presentarnos cómo nació y creció un engendro como The Room, The Disaster Artist aprovecha el tirón de un personaje esperpéntico, excéntrico y quién sabe si irrepetible, Tommy Wiseau, un aspirante a actor que se gastó 6 millones de dólares en costear The Room cuando él tan solo era un estudiante poco dotado de una de las muchas escuelas de interpretación estadounidenses que siguen el método Stanislavski.

The Room es un filme pésimo, y aun así con estrella. Con el paso del tiempo acabó por convertirse en una película de culto, y hoy se emite con frecuencia en Estados Unidos para un público joven y jaranero con ganas de echarse unas risas a costa de una cinta que no tiene, más allá de su escasa calidad, el menor interés.

La paradoja es que un proyecto unánimemente considerado una basura en términos artísticos se haya consolidado gracias a que la zafiedad que ofrece no tiene rival. Wiseau, del que apenas se conoce nada con certeza (ni su nombre, edad, lugar de nacimiento, ni cómo consiguió los 6 millones de dólares) ha creado su propia productora, imparte charlas y es mimado por los medios de comunicación. Ser tan mal actor y director le está procurando quizá más éxitos que si hubiera sido un cineasta de talento.

Este es quizá el ejemplo más notorio de cómo la frontera que separa la calidad de la negligencia se desdibuja, tanto que a final no sabemos diferenciar el éxito del fracaso, y viceversa. Para esa circunstancia en la que uno no sabe si ha triunfado o fracasado he acuñado el término «El síndrome de Wiseau». Ser consciente de que todos, antes o después, pasamos por él no sé si me resulta estimulante o perturbador.