Ahora que es común reencontrarse con la frase de «¿y tú dónde has ido estas vacaciones?», vuelvo a reparar en esta manía por el viaje turístico. ¿Qué valor puede tener desplazarse miles de kilómetros en un avión para hacer lo mismo -consumir, pasear, hacer comentarios chistosos...-que ya haces aquí?... Realmente muy poco. Pero como tengo muchos amigos con esta afición, más vale que me explique y que responda, una a una, a las razones que suelen darme en pro del ocio viajero.

(1) «El viaje es una forma de diversión». Pese a su simpleza, me parece el argumento más convincente. Para muchos el viaje es un pretexto para pasarlo bien; te proporciona la dosis básica de novedad, emoción y jarana para creerte que tus compras, paseos y chistes son un poco mejores que de costumbre. Bien, si te conformas con este sucedáneo de vitalidad, y estás dispuesto a pagar bastante más que en un parque de atracciones -en que se venden dosis similares de diversión y adrenalina-, el viaje puede valer la pena (aunque es más fácil que descubras que los viajes son guais si lo son las personas que te acompañan, ¡y que con casi todas ellas puedes irte de copas mucho más cerca!).

(2) «El viaje proporciona experiencias estéticas únicas». Es el argumento favorito de los turistas con más vocación. Según ellos, contemplar in situ tal o cual obra de arte, monumento o paraje supone una vivencia singular que solo el que ha estado allí (es decir, tropecientos mil) ha podido tener. Así, es curioso oír a ateos como catedrales delatando con religioso arrobo su «síndrome de Stendhal» al encontrarse con tal o cual famoso cuadro, monumento o lugar emblemático «que hay que ver», que han visto ya miles de veces en la tele, y que vienen a ver en sincronizada peregrinación sucesivas manadas de mirones. Es curioso, digo, que en la época de la reproductibilidad técnica, que decía Benjamin, y de la circulación masiva de información, persista aún este tipo de fetichismo. ¡Como si una obra de arte tuviera que estar aquí o allí, o ser «el original» -un original que el turista jamás distinguiría de una copia- , para provocar una vivencia estética!... Cuando la verdad es, en el fondo, la contraria: es el viaje turístico el que hace casi imposible cualquier experiencia estética, atrofia la inquietud, la búsqueda personal, la imaginación; en él todo suele ser previsible, consabido y explícito hasta la náusea, como en un programa de TV...

(3) «El viaje es una manera de encontrarnos con otras culturas». Este argumento es de lo más peregrino. Creer que estar quince días en un lugar determinado (la mayoría de las veces en un hotel entre otros turistas) te convierte en un antropólogo de campo es como pensar que deambular por un hospital te hace saber medicina. Por contra, para conocer una cultura conviene imitar a aquellos grandes antropólogos que analizan en casa los datos que les envían sus becarios -aquellos pobres que en lugar de estudiar han de estar recolectando datos a pie de mundo-.

(4) «El viaje es un acto de empatía y solidaridad con otras personas». Esto es muy discutible. Tristemente, y a no ser que viajemos para quedarnos, echar una mano o prender una revolución, la mejor muestra de solidaridad que podemos tener en ciertas zonas del mundo es gastar allí nuestro dinero. En cuanto a la empatía, esta difícilmente puede ser recíproca cuando las condiciones de vida son tan diferentes: tú eres el turista potentado y ellos los que necesitan de tus propinas. Hay que ser muy ingenuo (y egocéntrico) para creer que a uno le sonríen y hacen fiesta por su cara bonita...

(5) «El viaje es un modo de conocimiento». Esto tal vez fue verdad en otro tiempo. Hoy no hay lugar del mundo que no esté profusamente visitado, documentado y representando ni, por tanto, agencia de viajes que le haga sombra a una buena biblioteca. Admito que no es tan novelero leer novelas o ensayos sobre -por ejemplo- la cultura china como pasearse (entre miles de turistas) por Pekín. Pero esto último es una frivolidad que ha perdido ya todo su barniz romántico.

Desengáñense: el viaje ya no es siquiera un mito literario; sino solo un vulgar objeto para el consumo de masas.