El narcisismo es un síndrome, no una enfermedad. Ese trastorno de la personalidad que, simplificando, es un ego hipertrofiado, caracterizado por ‘la tendencia a la megalomanía, la sobrevaloración del poder de sus deseos e ideas, junto con una fe excesiva en la fuerza (mágica) de sus palabras’». Asimismo, «ciertos narcisistas buscan posiciones de liderazgo para ‘estructurar un mundo exterior’ donde sustentar sus necesidades de grandeza. El líder narcisista tiene dificultades para aceptar razonamientos que contradigan sus puntos de vista, se rodean de aduladores que digan lo que quiere escuchar en vez de lo que deberían decirle. Esconden su inseguridad, manteniendo sus sueños de grandiosidad y gloria bajo control mientras su poder es limitado. Suelen subestimar a sus adversarios, confundiendo el éxito con la fama, dedicando todas las energías a ensalzar su figura». Hasta aquí, un breve extracto del escrito Lideres narcisistas, de José Luis Puerta. Dado que estamos viviendo un periodo electoral muy denso, es interesante observar los síntomas de este nefasto trastorno en algunos de los aspirantes a tomar las riendas del poder político. Como observador crítico en el proceso político cubano-castrista desde sus inicios, con 19 años, hasta finales de 1971, cuando salí tras pasar dos años de trabajos de peonaje, pude observar algo que es suficientemente reconocido de la personalidad de su máximo líder por más de 57 años. Hitler, Mussolini, Stalin..., avalan estos estudios. Trump es el ejemplo vivo más ilustrativo, amén de otros casos más cercanos, me atrevería a decir Puigdemont, que no pudo desplegar todo su potencial al no lograr un poder absoluto. En el mundo empresarial, se manifiestan asimismo casos de liderazgo enfermizo que están más contenidos, porque los éxitos se miden con resultados económicos. Y si estos no se logran son despedidos, a menos que gocen del proteccionismo de monopolios estatales sin competencia.