Ningún país es (ya) una isla. Si en algún momento de la Historia esto no fue así, y alguna nación conseguía ser una isla por completo, geográfica y económicamente, esos días han pasado. La imparable interconexión de las economías y del comercio a nivel mundial ha terminado ahogando cualquier atisbo de insularidad, entendida como la suficiencia que permite la manifestación de independencia en cualquier escenario.

Ni siquiera «la isla», Reino Unido, ha podido preservar su total independencia. Todo el proceso de negociación interna del brexit, que ha provocado la dimisión de la premier May, pone de manifiesto una realidad que los adalides del brexit luchan por no hacer evidente: Reino Unido no puede vivir de espaldas a Europa, su principal socio comercial. El retraso continuado en la «desconexión» británico viene derivado por las dificultades que implica fijar trabas en la relación con los países con los que habitualmente existen mayores relaciones comerciales. Porque lo normal es que, a cambio, encuentres limitaciones o imposiciones de tu contraparte. Y hablamos de un país que cuenta con uno de los principales centros financieros a nivel mundial y una envidiable y sana relación histórica con el sudeste asiático.

El ejemplo más paradigmático es el Estados Unidos de Trump. Estados Unidos sigue ejerciendo un papel hegemónico en la economía mundial, cuenta con la ventaja del control de una moneda propia (que es, además, lingua franca en los mercados financieros) y una suficiencia energética propia, la debilidad de muchos otros países avanzados. Sería normal que un político nada sutil y algo atrabiliario hiciera uso de esta fuerza para ganar posiciones estratégicas. De hecho, ha ganado mercado para sus empresas a través de la imposición de aranceles o de la modificación de tratados de comercio. Pero hasta las barreras proteccionista de Trump, al que hay que reconocer el arrojo de ir contracorriente, se han encontrado en su permanente batalla con China dentro de un particular trampa. La propia posición de superioridad fáctica le enfrenta al escenario en el cual seguir adelante con la presión podría dañar a su propio país (ya lo comentábamos en esta misma columna la semana anterior).

Todo esto, claro, ha permeado en la política. Duele ver cómo los mismos que critican sistemáticamente estas medidas de Trump, en la que ven la aplicación de la «ley del más fuerte», no asimilan que los nacionalismos resurgen exactamente por las mismas razones. Por eso el nacionalismo nos está mostrando en toda Europa diferentes caras: esto no va de ideología sino de poder.

Las medidas de Trump buscan mostrar a China la fuerza de la potencia norteamericana. Pero no ha sido el único destinatario de los envenenados dardos de la administración Trump. La ausencia de viajes a Europa y la nada velada amenaza de imposiciones a la importación son una muestra evidente de toma de posición y demostración de fuerza. Sobre todo, si nos empeñamos en fijar impuestos que afectan fundamentalmente a las grandes tecnológicas americanas (como la tasa Google).

Es del todo incomprensible que nuestros políticos siguen fijando sus estrategias como si España o Europa fueran absolutamente independientes y soberanos, como si jugáramos un papel hegemónico que estamos lejos de tener. Ni España ni Europa son financiadores netos, ni suponen un mercado creciente (una población envejecida y decreciente). Por no hablar del reto tecnológico que otros países están ganando, convirtiéndose en líderes mundiales.

¿Porque se diseñan políticas no sólo alejadas de la georealidad política sino sin siquiera tener en cuenta los efectos reales del comercio y la financiación de los países? ¿Por qué, entonces, seguimos escuchando a políticos de países que no jugamos un rol fundamental en la economía global medidas como si fuésemos una isla?

Porque la verdadera trampa es la sencillez del mensaje. Hemos preferido la versión «local» de la realidad, de modo que cuando una crisis nos golpea hacemos como si no entendiéramos que hemos formado parte de la misma.

Decía estaba semana Martin Wolf que el mundo se estaba «desglobalizando». Y Europa se está subiendo a ese carro con la inconsciencia que ese proceso se diseña por aquellos países que primero impulsaron su globalización. Y por sus propios intereses.

*Abogado. Especialista en finanzas.