Imaginemos que una noche aviones y helicópteros españoles cruzan los Pirineos y bombardean los bosques de Las Landas francesas donde supuestamente se entrenan los terroristas de ETA. Imaginemos que, dadas las excelentes relaciones entre Aznar y Bush después de la guerra de Irak, el jefe de la Casa Blanca llama por teléfono a la Moncloa y se limita a reclamar al presidente del Gobierno "moderación, moderación". Imaginemos que Francia pide una reunión urgente del Consejo de Seguridad de la ONU y el embajador norteamericano declara que lo que se necesita en esos momentos no es una resolución de condena de España, sino que París "desmantele la infraestructura de los terroristas". Imaginemos que el portavoz del Gobierno español sale al día siguiente y asegura que el ataque no va dirigido contra Francia, sino contra los terroristas. Todo esto es inimaginable, pero, salvando las distancias, es lo que acaba de ocurrir con el bombardeo israelí de un supuesto campo de entrenamiento de la Yihad Islámica cerca de Damasco. Esta vez, Sharon ha respondido a un atentado terrorista que causó la muerte de 19 personas en Haifa con la violación del espacio aéreo y el ataque a un país vecino. Ante semejante acto de guerra, la ONU mira hacia otro lado y el embajador de EEUU, John Negroponte, experto conocedor de las tiranías, ya que respaldó algunas en América Latina, convierte a los verdugos en víctimas y viceversa.

Con su acción, que nada sirve para impedir nuevos ataques terroristas suicidas, Sharon señala el camino a Bush y pone a Siria en el punto de mira de los halcones de la Casa Blanca.