La incertidumbre política derivada de la falta de liderazgos, de las crisis humanitarias, del resurgir de la guerra fría y del capitalismo agresivo de nuevo cuño ha propiciado un repliegue del voto ciudadano en torno a tres ideas que en otros tiempos ayudaron a cohesionar las sociedades: la soberanía, el pueblo y la identidad. Lamentablemente, esas ideas que forjaron las naciones y las fronteras a caballo entre los siglos XIX y XX tuvieron consecuencias para olvidar, pues se materializaron en los nacionalismos chovinistas, la emergencia de los credos totalitarios y xenófobos y dos guerras en suelo europeo.

Tras la segunda guerra mundial, algunos políticos preclaros se pusieron a trabajar por una Europa unida, federada, en la que la libertad de voto representativo se ampliaría a la de movilidad, sindicación, residencia y un largo etcétera de libertades de las que hemos venido disfrutando durante las mejores décadas que ha vivido nuestro continente. Este clima de bienestar, ese amplio pacto político y social que propició el espacio Schengen, se encuentra ahora en entredicho por los motivos antes mencionados y ha traído consigo una virulenta reivindicación de presupuestos políticos que creíamos caducados y de los que ahora se reclaman los populismos de todo signo.

La soberanía, es decir, el principio que define quién y qué tiene derecho a decidir, es una cuestión espinosa porque, quiéranlo o no los que la reivindican a ultranza, se encuentra hoy mucho más difuminada de lo que fue. El derecho a decidir de las naciones, con o sin Estado, está limitado no por una coartación de las libertades, sino todo lo contrario, porque, democráticamente, mucha de la legislación de la que nos hemos ido dotando es ya de ámbito europeo cuando no mundial (Unión Europea, Organización de las Naciones Unidas, Organización Mundial de la Salud). Se dice que hasta un 70% del marco jurídico español está intervenido por el europeo. Véanse como ejemplos la reciente sentencia del Tribunal de Justicia de la UE sobre la indemnización por despido o las exigencias fiscales o presupuestarias.

Este consenso legal que ha ayudado a construir la UE representa un gran esfuerzo de las naciones por avanzar hacia un gobierno compartido que respeta el principio de subsidiariedad y garantiza la paz y el progreso social y económico a largo plazo. Y no debería tener vuelta atrás. Resulta, pues, pertinente, preguntarse por el contenido real de lo que hoy tantos líderes oportunistas --desde el nivel nacional hasta el municipal-- reivindican en virtud de la soberanía de sus parlamentos o ayuntamientos. Según esta lógica perversa, pronto las asociaciones de vecinos o, ¿por qué no?, las comunidades de propietarios podrían decidir democráticamente violar leyes que se encuentran por encima de ellas.

Los pueblos, ¡ah! los pueblos. He aquí otra noción incendiaria que presupone la existencia de sociedades homogéneas en base a una lengua, un folclore y un pasado siempre mitificados, cuando no tergiversados, convertidos en tabú. Algo anacrónico en este principio de siglo XXI. La noción de pueblo uniforme solo está en la mente de quien se aviene a desfilar en masa detrás de la misma bandera, vistiendo la misma camiseta y cantando el mismo himno. Hoy las sociedades son esencialmente heterogéneas en origen, intereses, creencias y costumbres.

Los jóvenes llevan ya décadas viajando y han ayudado a relativizar los valores arcaicos de los así llamados pueblos. Persistir en la creencia de una homogeneidad social es solamente un truco para defender supuestos derechos que se tienen como colectividad de pensamiento único en base a una unidad de origen y a una voluntad de destino. Y ya sabemos a donde conduce esto.

Claro que para justificar la existencia de pueblos monótonos resulta imprescindible echar mano de otra idea regresiva: la identidad. ¿Qué se siente usted: A o B? Si en otro momento esta disyuntiva tuvo un sentido, uno duda de si en los albores del siglo XXI lo tiene preguntarse por la pertenencia territorial o cultural, máxime cuando cada vez más nos reconocemos en gran medida como hijos de unos derechos comunes, de la alta cultura que no sabe de fronteras y de una tradición ilustrada que ha hecho posible la controversia, la tolerancia y el debate político sobre bases democráticas y pacíficas. Este es un logro indiscutible que se encuentra muy por encima de los particularismos históricos que a menudo se traen a colación como arma arrojadiza.

Soberanía, pueblo e identidad: tres ideas polémicas, cuando no regresivas, que son palos en las ruedas de la convivencia.