Hace unos días, un sábado concretamente, un amigo me comentó que el domingo por la mañana iría a correr una maratón popular solidaria de 10 kilómetros. La solidaridad no provenía precisamente de hacer el esfuerzo de correr --ya saben que hay quien se hace sufrir como penitencia, en cierto modo para implorar el perdón por los pecados ajenos--, sino de pagar por correr. En este caso, todo aquel que se inscribía como participante debía abonar a los organizadores 10 euros destinados a un fin solidario, creo que al Banco de Alimentos.

Supongo que este amigo mío llegaría el domingo a la Plaza de Santa María, lugar donde debían concentrarse los corredores, echaría sus chascarrillos bajo el frío mañanero con varios conocidos y algún desconocido, y luego a correr como un jabato esos 10.000 metros por las calles de Cáceres.

Otra iniciativa solidaria que aplaudo por original es la puesta en marcha por la empresa de autobuses urbanos Subus y el Ayuntamiento de Cáceres, invitando a los viajeros a comprar tiques solidarios que generarán una recaudación de dinero destinada a familias necesitadas. De esta campaña, como de otras muchas, hay que resaltar el hecho de que los ciudadanos solidarizados se mantienen en el anonimato.

Hace poco supe por El Periódico que en un conocido hotel de Cáceres se habían reunido numeras personas para celebrar una cena solidaria. En este caso el evento consistía en sentarse a una mesa, comer un menú determinado y pagar una cantidad destinada a un fin benéfico. Supongo que los asistentes acudirían vestidos de gala y se echarían a la charla sobre la falta que hacen todo tipo de actos solidarios, porque hay gente que lo está pasando muy mal. Sin embargo esas cenas se contradicen con su propio fin. Todo lo contrario al maratón y tiquebús solidarios.

Sí, hay gente que lo está pasando realmente mal, pero tampoco se merecen una solidaridad desvirtuada, que precisamente se convierte en sobresolidaridad coyuntural estos días de Navidad, cuando emerge ingentemente una hipócrita caridad popular.