Debemos asumir que nuestros hijos son hoy más susceptibles de tener problemas de personalidad que nunca: autismo, trastorno de déficit de atención o hiperactividad, problemas de sociabilidad, narcisismo precoz… Antes se zanjaba el tema definiendo al niño como «raro». Este podía pasar el resto de su vida con esa clasificación escrita en la frente, sin más problema que el de sufrirse a sí mismo, pero en el siglo XXI el diagnóstico se depura hasta límites insospechados y hay tratamiento para todo menos para el miedo al diagnóstico. La vida actual es una amniocentosis sin fecha de caducidad.

Hoy los patrones psicológicos y conductuales se aplican con tanta urgencia, que antes de que les crezcan los dientes a nuestros pequeños ya sabemos que nos espera una paternidad complicada.

¿Tanta información nos hace más felices? No lo sé. Lo que tengo claro es que la medicina y la psicología suelen ser más certeras diagnosticando que curando.

Recuerdo a mi abuela, que sufría fuertes dolores de espalda. Evitando ser el centro de atención, cuando recibía la visita de los nietos sonreía abiertamente, simulando estar sana, para llevarse las manos a la cadera una vez nos marchábamos. Ignoro cuál era su problema, pero hoy le diagnosticarían hernia discal, reúma, lumbago, estenosis de canal o un cóctel con un poco de todo. ¿Y la solución? Antes se solucionaba -mal que bien- sentándose en la butaca para ver pasar las horas, el dolor y la vida; ahora el elenco de posibilidades es tan grande que no sabríamos qué elegir, si operación quirúrgica, magnetoterapia, termoterapia, onda corta, fisioterapia, osteopatía, quiropraxia, natación o sanación por imposición de manos. Menos es más: creo que mi abuela hubiera optado por sentarse en su sufrida butaca.

Eran otros tiempos, y otras butacas. Antaño uno podía morirse en santa paz, libre de la tortura preventiva de los diagnósticos.